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La casa de los espíritus
Isabel Allende
parado en el umbral de la puerta, indeciso. En eso volvió Clara con una bandeja con
café para los tres. -Supongo que le debemos una explicación, mamá-murmuró Jaime.
-No, hijo -respondió Clara alegremente-. Si es pecado, prefiero que no me lo
cuenten. Vamos a aprovechar para regalonear un poco a Amanda, que mucha falta le
hace.
Salió seguida por su hijo. Jaime vio a su madre avanzar por el corredor, descalza,
con el pelo suelto en la espalda, arropada con su bata blanca y notó que no era alta y
fuerte como la había visto en su infancia. Estiró la mano y la retuvo de un hombro. Ella
volteó la cabeza, sonrió, y Jaime la abrazó compulsivamente, estrechándola contra su
pecho, raspando su frente con el mentón donde su barba imposible ya reclamaba otra
afeitada. Era la primera vez que le hacía una caricia espontánea desde que era una
criatura prendida por necesidad a sus pechos y Clara se sorprendió al darse cuenta lo
grande que era su hijo, con un tórax de levantador de pesas y unos brazos como
martillos que la estrujaban en un gesto temeroso. Emocionada y feliz, se preguntó
cómo era posible que ese hombronazo peludo con la fuerza de un oso y el candor de
una novicia, hubiera estado alguna vez en su barriga y además en compañía de otro.
En los días siguientes Amanda tuvo fiebre. Jaime, asustado, vigilaba a toda hora y le
administraba sulfa. Clara la cuidaba. No dejó de observar que Nicolás preguntaba por
ella discretamente, pero no hacía ningún amago de visitarla, en cambio Jaime se
encerraba con ella, le prestaba sus libros más queridos y andaba como iluminado,
hablando incoherencias y rondando por la casa como nunca lo había hecho, hasta el
punto que el jueves olvidó la reunión de los socialistas.
Así fue como Amanda pasó a formar parte de la familia durante un tiempo y como
Miguelito, por una circunstancia especial, estuvo presente escondido en el armario, el
día que nació Alba en la casa de los Trueba y nunca más olvidó el grandioso y terrible
espectáculo de la criatura apareciendo al mundo envuelta en sus mucosidades
ensangrentadas, entre los gritos de su madre y el alboroto de mujeres que se
afanaban a su alrededor.
Entretanto, Esteban Trueba había partido de viaje a Norteamérica. Cansado del
dolor de huesos y de aquella secreta enfermedad que sólo él percibía, tomó la decisión
de hacerse examinar por médicos extranjeros, porque había llegado a la prematura
conclusión de que los doctores latinos eran todos unos charlatanes más cercanos al
brujo aborigen que al científico. Su empequeñecimiento era tan sutil, tan lento y
solapado, que nadie más se había dado cuenta. Tenía que comprar los zapatos un
número más chico, tenía que hacer acortar los pantalones y mandar hacer alforzas a
las mangas de sus camisas. Un día se puso el calañé que no había usado en todo el
verano y vio que le cubría completamente las orejas, de donde dedujo horrorizado que
si estaba encogiendo el tamaño de su cerebro, probablemente también se achicarían
sus ideas. Los médicos gringos le midieron el cuerpo, le pesaron las presas una por
una, lo interrogaron en inglés, le inyectaron líquidos con una aguja y se los extrajeron
con otra, lo fotografiaron, lo dieron vuelta al revés como un guante y hasta le metieron
una lámpara por el ano. Al final concluyeron que eran puras ideas suyas, que no
pensaba estarse encogiendo, que siempre había tenido el mismo tamaño y que
seguramente había soñado que alguna vez midió un metro ochenta y calzó cuarenta y
dos. Esteban Trueba acabó de perder la paciencia y regresó a su patria dispuesto a no
prestar atención al problema de la estatura, puesto que todos los grandes políticos de
la historia habían sido pequeños, desde Napoleón hasta Hitler. Cuando llegó a su casa,
vio a Miguel jugando en el jardín y a Amanda más delgada y ojerosa, desprovista de
sus collares y sus pulseras, sentada con Jaime en la terraza. No hizo preguntas,
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