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La casa de los espíritus
Isabel Allende
mano derecha y multiplicado el uso de los dos dedos que le quedaban y siguió
componiendo canciones de gallinas y zorros perseguidos. Un día lo invitaron a un
programa de radio y ése fue el comienzo de una vertiginosa popularidad que ni él
mismo esperaba. Su voz comenzó a escucharse a menudo en la radio y su nombre se
hizo conocido. El senador Trueba, sin embargo, nunca lo oyó nombrar, porque en su
casa no admitía aparatos de radio. Los consideraba instrumentos propios de la gente
inculta, portadores de influencias nefastas y de ideas vulgares. Nadie estaba más
alejado de la música popular que él, que lo único melódico que podía soportar era la
ópera durante la temporada lírica y la compañía de zarzuelas que viajaba desde
España todos los inviernos.
El día que llegó Jaime a la casa con la novedad de que quería cambiarse el apellido,
porque desde que su padre era senador del Partido Conservador sus compañeros lo
hostilizaban en la universidad y desconfiaban de él en el Barrio de la Misericordia,
Esteban Trueba perdió la paciencia y estuvo a punto de abofetearlo, pero se contuvo a
tiempo, porque le vio en la mirada que en esa ocasión no se lo toleraría.
-¡Me casé para tener hijos legítimos que lleven mi apellido, y no bastardos que
lleven el de la madre! -le espetó lívido de furia.
Dos semanas más tarde oyó comentar en los pasillos del Congreso y en los salones
del Club, que su hijo Jaime se había quitado los pantalones en la Plaza Brasil, para
dárselos a un indigente, y había regresado caminando en calzoncillos quince cuadras
hasta su casa, seguido por una leva de niños y curiosos que lo vitoreaban. Cansado de
defender su honor del ridículo y de los chismes, autorizó a su hijo para ponerse el
apellido que le diera la gana, con tal que no fuera el suyo. Ese día, encerrado en su
escritorio, lloró de decepción y de rabia. Trató de decirse a sí mismo que semejantes
excentricidades se le pasarían cuando madurara y tarde o temprano se convertiría en
el hombre equilibrado que podría secundarlo en sus negocios y ser el sostén de su
vejez. Con su otro hijo, en cambio, había perdido las esperanzas. Nicolás pasaba de
una empresa fantástica a otra. Andaba en esos días con la ilusión de cruzar la
cordillera, igual como muchos años antes lo intentara su tío abuelo Marcos, en un
medio de transporte poco usual. Había elegido elevarse en globo, convencido de que el
espectáculo de un gigantesco globo suspendido entre las nubes, sería un irresistible
elemento publicitario que cualquier bebida gaseosa podía auspiciar. Copió el modelo de
un zepelín alemán anterior a la guerra, que se elevaba mediante un sistema de aire
caliente, llevando en su interior a una o más personas de temperamento audaz. Los
afanes de armar aquella gigantesca salchicha inflable, estudiar los mecanismos
secretos, las corrientes de los vientos, los presagios de los naipes y las leyes de la
aerodinámica, lo mantuvieron entretenido por mucho tiempo. Olvidó durante semanas
las sesiones de espiritismo de los viernes con su madre y las tres hermanas Mora, y ni
siquiera se dio cuenta que Amanda había dejado de ir a la casa. Una vez terminada su
nave voladora, se encontró ante un obstáculo que no había calculado: el gerente de las
gaseosas, un gringo de Arkansas, se negó a financiar el proyecto, pretextando que si
Nicolás se mataba en su artefacto, bajarían las ventas de su brebaje. Nicolás trató de
encontrar otros auspiciadores, pero nadie se interesó. Eso no fue suficiente para
hacerlo desistir de sus propósitos y decidió elevarse de todos modos, aunque fuera
gratis. El día fijado, Clara siguió tejiendo imperturbable sin prestar atención a los
preparativos de su hijo, a pesar de que la familia, los vecinos y los amigos estaban
horrorizados con el plan descabellado de cruzar las montañas en esa máquina
estrambótica.
-Tengo la corazonada de que no se va a elevar -dijo Clara sin dejar de tejer.
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