LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 118

La casa de los espíritus Isabel Allende paradas para colocar a Blanca contra el paisaje y fotografiarla, a pesar de que se resistía un poco, porque se sentía vagamente ridícula. Ese sentimiento se justificaba al ver los retratos revelados, donde aparecía con una sonrisa que no era la suya, en una postura incómoda y con un aire de infelicidad, debido, según Jean, a que no era capaz de posar con naturalidad y, según ella, a que la obligaba a ponerse torcida y aguantar la respiración durante largos segundos, hasta que se imprimiera la placa. Por lo general escogían un lugar sombrío debajo de los árboles, colocaban una manta sobre la yerba y se acomodaban para pasar algunas horas. Hablaban de Europa, de libros, de anécdotas familiares de Blanca o de los viajes de Jean. Ella le regaló un libro del Poeta y él se entusiasmó tanto, que aprendió largos pasajes de memoria y podía recitar los versos sin vacilar. Decía que era lo mejor que se había escrito en materia de poesía y que ni siquiera en francés, el idioma de las artes, había nada que pudiera compararse. No hablaban de sus sentimientos. Jean era solícito, pero no era suplicante o insistente, sino más bien hermanable y burlón. Si le besaba la mano para despedirse, lo hacía con una mirada de escolar que restaba todo romanticismo al gesto. Si le admiraba un vestido, un guiso o una figura del Nacimiento, su tono tenía un dejo irónico que permitía interpretar la frase de muchas maneras. Si cortaba flores para ella o la ayudaba a desmontar del caballo, lo hacía con un desenfado que convertía la galantería en una atención de amigo. De todos modos, para prevenir, Blanca le hizo saber, cada vez que se presentó la ocasión, que no se casaría ni muerta con él. Jean de Satigny sonreía con su brillante sonrisa de seductor, sin decir nada, y Blanca no podía menos que notar que era mucho más apuesto que Pedro Tercero. Blanca no sabía que Jean la espiaba. La había visto saltar por la ventana vestida de hombre en muchas ocasiones. La seguía un trecho, pero se revolvía, temeroso de que lo sorprendieran los perros en la oscuridad. Pero, por la dirección que ella tomaba, había podido determinar que siempre iba rumbo al río. Entretanto, Trueba no terminaba de decidirse respecto a las chinchillas. A modo de prueba, accedió a instalar una jaula con algunas parejas de esos roedores, imitando en pequeña escala la gran industria modelo. Fue la única vez que se vio a Jean de Satigny arremangado trabajando. Sin embargo, las chinchillas se contagiaron de una enfermedad privativa de las ratas y se fueron muriendo todas en menos de dos semanas. Ni siquiera pudieron curtir las pieles, porque el pelo se les puso opaco y se les desprendía del cuero como plumas de un ave remojada en agua hirviendo. Jean vio horrorizado aquellos cadáveres despelucados, con las patas tiesas y los ojos en blanco, que echaban por tierra las esperanzas de convencer a Esteban Trucha, quien perdió todo entusiasmo por la peletería al ver esa mortandad. -Si la peste le hubiera dado a la industria modelo, estaría totalmente arruinado -concluyó Trucha. Entre la peste de las chinchillas y las escapadas de Blanca, el conde pasó varios meses perdiendo su tiempo. Empezaba a estar cansado de aquellas tramitaciones y pensaba que Blanca jamás se iba a fijar en sus encantos. Vio que el criadero de roedores no tenía para cuándo concretarse y decidió que era mejor precipitar las cosas, antes que otro más avispado se quedara con la heredera. Además, Blanca comenzaba a gustarle, ahora que estaba más robusta y con esa languidez que había atenuado sus modales de campesina. Prefería a las mujeres plácidas y opulentas y la visión de Blanca echada sobre almohadones observando el cielo a la hora de la siesta, le recordaba a su madre. A veces conseguía conmoverlo. Jean aprendió a adivinar, por pequeños detalles imperceptibles para los demás, cuándo Blanca tenía planeada una excursión nocturna al río. En esas ocasiones, la joven se quedaba sin cenar, pretextando dolor de cabeza, se despedía temprano y había un brillo extraño en sus pupilas, una impaciencia y un anhelo en sus gestos que él reconocía. Una noche 118