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La casa de los espíritus
Isabel Allende
traté de conquistarla como aliada, le hacía regalos, trataba de bromear con ella, pero
también me eludía. Ahora, que ya estoy muy viejo y puedo hablar de eso sin perder la
cabeza de rabia, creo que la culpa de todo la tuvo su amor por Pedro Tercero García.
Blanca era insobornable. Nunca pedía nada, hablaba menos que su madre y si yo la
obligaba a darme un beso de saludo, lo hacía de tan mala gana, que me dolía como
una bofetada. «Todo cambiará cuando regresemos a la capital y hagamos una vida
civilizada», decía yo entonces, pero ni Clara ni blanca demostraban el menor interés
por dejar Las Tres Marías, por el contrario, cada vez que yo mencionaba el asunto,
Blanca decía que la vida en el campo le había devuelto la salud, pero todavía no se
sentía fuerte, y Clara me recordaba que había mucho que hacer en el campo, que las
cosas no estaban como para dejarlas a medio hacer. Mi mujer no echaba de menos los
refinamientos a que había estado acostumbrada y el día que llegó a Las Tres Marías el
cargamento de muebles y artículos domésticos que encargué para sorprenderla, se
limitó a encontrarlo todo muy bonito. Yo mismo tuve que disponer dónde se colocarían
las cosas, porque a ella parecía no importarle en lo más mínimo. La nueva casa se
vistió con un lujo que nunca había tenido, ni siquiera en los esplendorosos días previos
a mi padre, que la arruinó. Llegaron grandes muebles coloniales de encina rubia y
nogal, tallados a mano, pesados tapices de lana, lámparas de fierro y cobre martillado.
Encargué a la capital una vajilla de porcelana inglesa pintada a mano, digna de una
embajada, cristalería, cuatro cajones atiborrados de adornos, sábanas y manteles de
hilo, una colección de discos de música clásica y frívola, con su moderna vitrola.
Cualquier mujer se habría encantado con todo eso y habría tenido ocupación para
varios meses organizando su casa, menos Clara, que era impermeable a esas cosas.
Se limitó a adiestrar un par de cocineras y a entrenar a unas muchachas, hijas de los
inquilinos, para que sirvieran en la casa, y apenas se vio libre de las cacerolas y la
escoba, regresó a sus cuadernos de anotar la vida y a sus cartas del tarot en los
momentos de ocio. Pasaba la mayor parte del día ocupada en el taller de costura, la
enfermería y la escuela. Yo la dejaba tranquila, porque esos quehaceres justificaban su
vida. Era una mujer caritativa y generosa, ansiosa por hacer felices a los que la
rodeaban, a todos menos a mí. Después del derrumbe reconstruimos la pulpería y por
darle gusto, suprimí el sistema de papelitos rosados y empecé a pagar a la gente con
billetes, porque. Clara decía que eso les permitía comprar en el pueblo y ahorrar. No
era cierto. Sólo servía para que los hombres hieran a emborracharse a la taberna de
San Lucas v las mujeres y los niños pasaran necesidades. Por ese tipo de cosas
peleábamos mucho. Los inquilinos eran la causa de todas nuestras discusiones. Bueno,
no todas. También discutíamos por la guerra mundial. Y> seguía los progresos de las
tropas nazis en un mapa que había puesto en la pared del salón, mientras Clara tejía
calcetines para los soldados aliados. Blanca se agarraba la cabeza a dos manos, sin
comprender la causa de nuestra pasión por una guerra que no tenía nada que ver con
nosotros y que estaba ocurriendo al otro lado del océano. Supongo que también
teníamos malentendidos por otros motivos. En realidad, muy pocas veces estábamos
de acuerdo en algo. No creo que la culpa de todo fuera mi mal genio, porque yo era un
buen marido, ni sombra del tarambana que había sido de soltero. Ella era la única
mujer para mí. Todavía lo es.
Un día Clara hizo poner un pestillo a la puerta de su habitación y no volvió a
aceptarme en su cama, excepto en aquellas ocasiones en que yo forzaba tanto la
situación, que negarse habría significado una ruptura definitiva. Primero pensé que
tenía alguno de esos misteriosos malestares que dan a las mujeres de vez en cuando,
o bien la menopausia, pero cuando el asunto se prolongó por varias semanas, decidí
hablar con ella. Me explicó con calma que nuestra relación matrimonial se había
deteriorado y por eso había perdido su buena disposición para los retozos carnales.
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