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La casa de los espíritus
Isabel Allende
se convertía en un negocio, el nombre de los Trucha sería colocado junto a los de los
comerciantes que vendían clavos en las ferreterías y pescado frito en el mercado.
Los encuentros de Blanca y Pedro Tercero eran distanciados e irregulares, pero por
lo mismo más intensos. En esos años, ella se acostumbró al sobresalto y a la espera,
se resignó a la idea de que siempre se amarían a escondidas y dejó de alimentar el
sueño de casarse y vivir en una de las casitas de ladrillo de su padre. A menudo
pasaban semanas sin que supiera de él, pero de repente aparecía por el fundo un
cartero en bicicleta, un evangélico predicando con una Biblia en el sobaco, o un gitano
hablando en media lengua pagana, todos ellos tan inofensivos, que pasaban sin
levantar sospechas al ojo vigilante del patrón. Lo reconocía por sus negras pupilas. No
era la única: todos los inquilinos de Las Tres Marías y muchos campesinos de otros
fundos lo esperaban también. Desde que el joven era perseguido por los patrones,
ganó fama de héroe. Todos querían esconderlo por una noche, las mujeres le tejían
ponchos y calcetines para el invierno y los hombres le guardaban el mejor aguardiente
y el mejor charqui de la estación. Su padre, Pedro Segundo García, sospechaba que su
hijo violaba la prohibición de Trueba y adivinaba las huellas que dejaba a su paso.
Estaba dividido entre el amor por su hijo y su papel de guardián de la propiedad.
Además temía reconocerlo y que Esteban 7 rueba se lo leyera en la cara, pero sentía
una secreta alegría al atribuirle algunas de las cosas extrañas que estaban sucediendo
en el campo. Lo único que no se le pasó por la imaginación, fue que las visitas de su
hijo tuvieran algo que ver con los paseos de Blanca Trueba al río, porque esa
posibilidad no estaba en el orden natural del mundo. Nunca hablaba de su hijo,
excepto en el seno de su familia, pero se sentía orgulloso de él y prefería verlo
convertido en prófugo que uno más del montón, sembrando papas y cosechando
pobrezas como todos los demás. Cuando escuchaba canturrear algunas de las
canciones de gallinas y zorros, sonreía pensando que su hijo había conseguido más
adeptos con sus baladas subversivas que con los panfletos del Partido Socialista que
repartía incansablemente.
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