LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 10

La casa de los espíritus Isabel Allende habían organizado para que, en el caso de que hubiera visitas, el que estaba más cerca detenía de un manotazo lo que se estaba moviendo sobre la mesa, antes que los extraños se dieran cuenta y sufrieran un sobresalto. La familia continuaba comiendo sin comentarios. También se habían habituado a los presagios de la hermana menor. Ella anunciaba los tembl ores con alguna anticipación, lo que resultaba muy conveniente en ese país de catástrofes, porque daba tiempo de poner a salvo la vajilla y dejar al alcance de la mano las pantuflas para salir arrancando en la noche. A los seis años Clara predijo que el caballo iba a voltear a Luis, pero éste se negó a escucharla y desde entonces tenía una cadera desviada. Con el tiempo se le acortó la pierna izquierda y tuvo que usar un zapato especial con una gran plataforma que él mismo se fabricaba. En esa ocasión Nívea se inquietó, pero la Nana le devolvió la tranquilidad diciendo que hay muchos niños que vuelan como las moscas, que adivinan los sueños y hablan con las ánimas, pero a todos se les pasa cuando pierden la inocencia. -Ninguno llega a grande en ese estado -explicó-. Espere que a la niña le venga la demostración y va a ver que se le quita la maña de andar moviendo los muebles y anunciando desgracias. Clara era la preferida de la Nana. La había ayudado a nacer y ella era la única que comprendía realmente la naturaleza estrafalaria de la niña. Cuando Clara salió del vientre de su madre, la Nana la acunó, la lavó y desde ese instante amó desesperadamente a esa criatura frágil, con los pulmones llenos de flema, siempre al borde de perder el aliento y ponerse morada, que había tenido que revivir muchas veces con el calor de sus grandes pechos cuando le faltaba el aire, pues ella sabía que ése era el único remedio para el asma, mucho más efectivo que los jarabes aguardentosos del doctor Cuevas. Ese Jueves Santo, Severo se paseaba por la sala preocupado por el escándalo que su hija había desatado en la misa. Argumentaba que sólo un fanático como el padre Restrepo podía creer en endemoniados en pleno siglo veinte, el siglo de las luces, de la ciencia y la técnica, en el cual el demonio había quedado definitivamente desprestigiado. Nívea lo interrumpió para decir que no era ése el punto. Lo grave era que si las proezas de su hija trascendían las paredes de la casa y el cura empezaba a indagar, todo el mundo iba a enterarse. -Va a empezar a llegar la gente para mirarla como si fuera un fenómeno -dijo Nívea. -Y el Partido Liberal se irá al carajo -agregó Severo, que veía el daño que podía hacer a su carrera política tener una hechizada en la familia. En eso estaban cuando llegó la Nana arrastrando sus alpargatas, con su frufrú de enaguas almidonadas, a anunciar que en el patio había unos hombres descargando a un muerto. Así era. Entraron en un carro con cuatro caballos, ocupando todo el primer patio, aplastando las camelias y ensuciando con bosta el reluciente empedrado, en un torbellino de polvo, un piafar de caballos y un maldecir de hombres supersticiosos que hacían gestos contra el mal de ojo. Traían el cadáver del tío Marcos con todo su equipaje. Dirigía aquel tumulto un hombrecillo melifluo, vestido de negro, con levita y un sombrero demasiado grande, que inició un discurso solemne para explicar las circunstancias del caso, pero fue brutalmente interrumpido por Nívea, que se lanzó sobre el polvoriento ataúd que contenía los restos de su hermano más querido. Nívea gritaba que abrieran la tapa, para verlo con sus propios ojos. Ya le había tocado enterrarlo en una ocasión anterior, y, por lo mismo, le cabía la duda de que tampoco esa vez fuera definitiva su muerte. Sus gritos atrajeron a la multitud de sirvientes de la casa y a todos los hijos, que acudieron corriendo al oír el nombre de su tío resonando con lamentos de duelo. 10