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La casa de los espíritus
Isabel Allende
La niña Alba
Capítulo IX
Alba nació parada, lo cual es signo de buena suerte. Su abuela Clara buscó en su
espalda y encontró una mancha en forma de estrella que caracteriza a los seres que
nacen capacitados para encontrar la felicidad. «No hay que preocuparse por esta niña.
Tendrá buena suerte y será feliz. Además tendrá buen cutis, porque eso se hereda y a
mi edad, no tengo arrugas y jamás me salió un grano», dictaminó Clara al segundo día
del nacimiento. Por esas razones no se preocuparon de prepararla para la vida, ya que
los astros se habían combinado para dotarla de tantos dones. Su signo era Leo. Su
abuela estudió su carta astral y anotó su destino con tinta blanca en un álbum de papel
negro, donde pegó también unos mechones verdosos de su primer pelo, las uñas que
le cortó al poco tiempo de nacer y varios retratos que permiten apreciarla tal como
era: un ser extraordinariamente pequeño, casi calvo, arrugado y pálido, sin más signo
de inteligencia humana que sus negros ojos relucientes, con una sabia expresión de
ancianidad desde la cuna. Así los tenía su verdadero padre. Su madre quería llamarla
Clara, pero su abuela no era partidaria de repetir los nombres en la familia, porque eso
siembra confusión en los cuadernos de anotar la vida. Buscaron un nombre en un
diccionario de sinónimos y descubrieron el suyo, que es el último de una cadena de
palabras luminosas que quieren decir lo mismo. Años después Alba se atormentaba
pensando que cuando ella tuviera una hija, no habría otra palabra con el mismo
significado que pudiera servirle de nombre, pero Blanca le dio la idea de usar lenguas
extranjeras, lo que ofrece una amplia variedad.
Alba estuvo a punto de nacer en un tren de trocha angosta, a las tres de la tarde, en
medio del desierto. Eso habría sido fatal para su carta astrológica. Afortunadamente,
pudo sujetarse dentro de su madre varias horas más y alcanzó a nacer en la casa de
sus abuelos, el día, la hora y en el lugar exactos que más convenían a su horóscopo.
Su madre llegó a la gran casa de la esquina sin previo aviso, desgreñada, cubierta de
polvo, ojerosa y doblada en dos por el dolor de las contracciones con que Alba pujaba
por salir, tocó la puerta con desesperación y cuando le abrieron, cruzó como una
tromba, sin detenerse hasta el costurero, donde Clara estaba terminando el último
primoroso vestido para su futura nieta. Allí Blanca se desplomó, después de su largo
viaje, sin alcanzar a dar ninguna explicación, porque el vientre le reventó con un hondo
suspiro líquido y sintió que toda el agua del mundo corría entre sus piernas con un
gorgoriteo furioso. A los gritos de Clara acudieron los sirvientes y Jaime, que en esos
días estaba siempre en la casa rondando a Amanda. La trasladaron a la habitación de
Clara y mientras la acomodaban sobre la cana k, le arrancaban a tirones la ropa del
cuerpo, Alba comenzó a asomar su minúscula humanidad. Su río Jaime, que había
asistido a algunos partos en el hospital, la ayudó a nacer, agarrándola firmemente de
las nalgas con la mano derecha, mientras con los dedos de la mano izquierda tanteaba
en la oscuridad, buscando el cuello de la criatura, para separar el cordón umbilical que
la estrangulaba. Entretanto Amanda, que llegó corriendo, atraída por el alboroto,
apretaba el vientre a Blanca con todo el peso de su cuerpo y Clara, inclinada sobre el
rostro sufriente de su hija, le acercaba a la nariz un colador de té cubierto con un
trapo, donde destilaban unas gotas de éter. Alba nació con rapidez. Jaime le quitó el
cordón del cuello, la sostuvo en el aire boca abajo y de dos sonoras bofetadas la inició
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