LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 121

La casa de los espíritus Isabel Allende -¡Debí haberlo matado cuando se lo prometí! ¡Acostándose con mi propia hija! ¡Juro que lo voy a encontrar y cuando lo agarre lo capo, le corto las bolas, aunque sea lo último que haga en mi vida, juro por mi madre que se va a arrepentir de haber nacido! -Pedro Tercero García no ha hecho nada que no hayas hecho tú -dijo Clara, cuando pudo interrumpirlo-. Tú también te has acostado con mujeres solteras que no son de tu clase. La diferencia es que él lo ha hecho por amor. Y Blanca también. Trueba la miró, inmovilizado por la sorpresa. Por un instante su ira pareció desinflarse y se sintió burlado, pero inmediatamente una oleada de sangre le subió a la cabeza. Perdió el control y descargó un puñetazo en la cara a su mujer, tirándola contra la pared: Clara se desplomó sin un grito. Esteban pareció despertar de un trance, se hincó a su lado, llorando, balbuciendo disculpas y explicaciones, llamándola por los nombres tiernos que sólo usaba en la intimidad, sin comprender cómo había podido levantar la mano a ella, que era el único ser que realmente le importaba v a quien jamás, ni aun en los peores momentos de tu vida en común, había dejado de respetar. La alzó en brazos, la sentó amorosamente en un sillón, mojó un pañuelo para ponerle en la frente y trató de hacerla beber un poco de agua. Por último, Clara abrió los ojos. Echaba sangre por la nariz. Cuando abrió la boca, escupió varios dientes, que cayeron al suelo y un hilo de saliva sanguinolenta le corrió por la barbilla y el cuello. Apenas Clara pudo enderezarse, apartó a Esteban de un empujón, se puso de pie con dificultad y salió del despacho, tratando de caminar erguida. Al otro lado de la puerta estaba Pedro Segundo García, que alcanzó a sujetarla en el momento que trastabillaba. Al sentirlo a su lado, Clara se abandonó. Apoyó la cara tumefacta en el pecho de ese hombre que había estado a su lado durante los momentos más difíciles de su vida, y se puso a llorar. La camisa de Pedro Segundo García se tiñó de sangre. Clara no volvió a hablar a su marido nunca más en su vida. Dejó de usar su apellido de casada y se quitó del dedo la fina alianza de oro que él le había colocado más de veinte años atrás, aquella noche memorable en que Barrabás murió asesinado por un cuchillo de carnicero. Dos días después, Clara y Blanca abandonaron Las Tres Marías y regresaron a la capital. Esteban quedó humillado y furioso, con la sensación de que algo se había roto para siempre en su vida. Pedro Segundo fue a dejar a la patrona y a su hija a la estación. Desde la noche aquella, no había vuelto a verlas y permanecía silencioso y huraño. Las acomodó en el tren y después se quedó con el sombrero en la mano, los ojos bajos, sin saber cómo despedirse. Clara lo abrazó. Al principio él se mantuvo rígido y desconcertado, pero pronto lo vencieron sus propios sentimientos y se atrevió a rodearla tímidamente con los brazos y depositar un beso imperceptible en su pelo. Se miraron por última vez a través de la ventanilla y los dos tenían los ojos llenos de lágrimas. El fiel administrador llegó a su casa de ladrillos, hizo un bulto con sus escasas pertenencias, envolvió en un pañuelo el poco dinero que había podido ahorrar en todos esos años de servicio y partió. Trucha lo vio despedirse de los inquilinos y montar en su caballo. Trató de detenerlo explicándole que lo que había ocurrido no tenía nada que ver con él, que no era justo que por las culpas de su hijo perdiera el trabajo, los amigos, la casa y su seguridad. -No quiero estar aquí cuando encuentre a mi hijo, patrón -fueron las últimas palabras de Pedro Segundo García antes de partir al trote hacia la carretera. ¡Qué solo me sentí entonces! Ignoraba que la soledad no me abandonaría nunca más y que la única persona que volvería a tener cerca de mí en el resto de mi vida, 121