LA CASA DE LAS DOS PALMAS la casa de las dos palmas | Page 16
Vallejo: sobriedad, sentido filosófico, silencios que sugieren respuestas al lector. La poesía está casi siempre
en los recuerdos, la visión de los niños, la sensibilidad al sufrimiento de los animales. La segunda parte cuyo
prólogo fue escogido para ser traducido en la revista Europe de París en julio - agosto de 1964 es una clara
denuncia de las atrocidades de la violencia. Manuel Mejía Vallejo diría luego que se limitó a esa descripción
porque la realidad no era creíble, hubiera pasado por una exageración morbosa del autor. Las penitencias
del padre Barrios traen alguna frescura a Tambo, un recuerdo de huertas, de flores, de trabajo en el campo.
Y también la posibilidad de vender fique. La misma propuesta de Antonio Roble, el guerrillero. Entre
vacilaciones y rechazos el padre Barrios consigue lo que quiere. Hasta el Cojo Chútez le dona un terreno –
“Una de las pocas cosas puras de usted”. (43) Cada uno tiene su visión de Dios: la de Dolores de “ídolo en
su nicho”, castigador, temible; altivo, con un código moral estrecho para las señoras del pueblo; la del padre
Barrios, a la medida del hombre. La presencia del cura suaviza la vida, “ tranquilas y burlonas las fumarolas
del volcán”. El Cojo Chútez llega a proteger al sacerdote cuando se entera de su salida para el Páramo, hacia
los guerrilleros. La trampa está armada por el enterrador quien se disfraza. Muestra claramente el odio del
pueblo por los soldados. La historia del forastero corre paralelamente, su protección a don Jacinto le vale el
amor de Marta y una vez más suena el tambor: “Se hizo hondo en la respiración de Marta”. Siempre
interviene el recuerdo de la madre, la poesía. Y llega el encuentro entre el forastero y su padre: “Algo cojeó
en mí”. El hecho de cojear lo distingue, le da una superioridad: peleó con un tigre y lo venció. La risa de
Juancho Lopera quien le había entregado una escopeta sin municiones le valió una muerte atroz. El alambre
de púas la señala en el tamarindo. Es también símbolo de una vida que no anda derecho, un desequilibrio, un
alma deformada. El hombre ve un parecido en el forastero: “pareció descubrir un recuerdo”. La tercera parte
es precedida de una meditación del enterrador sobre la parcela que tenía en el Páramo “Aquí no vive nadie”,
la pérdida de su mano por un machetazo de unos jinetes “de sombra”, la muerte de su esposa, el entierro
con el muñón en sangre viva, el niño aterrado y las visiones que conservaría, la muerte del perro. La
injusticia: “Lo sacaban contra todo derecho”. El Cojo Chútez nos da otra visión de Dios: “El Gran Indiferente”
y la del Sargento Mataya, esa opinión sorprendente de quien acostumbra matar: “Padre, si yo hubiera creado
el mundo, si hubiera formado al hombre, me habría suicidado de desesperación”. (45) Luego en buen militar
pero también “en un susurro”: “ Si Dios me dijera qué debo hacer, lo obedecería”. En esta parte ya son
claras las posiciones, los cambios que aportó la presencia del padre Barrios. El Cojo Chútez va camino a una
conversión, lo demuestran una cierta armonía, la sincronización entre los dos mientras conversan. El niño
Daniel conjura sus miedos “jinetes en caballos de viento”, los fantasmas que le parecen reales. En el
enfrentamiento entre el forastero y su padre el recuerdo de la madre debe reforzar el odio: “¿Rezaba?. Era
su manera de gritar”. (46) Gana Aguilán, gana el hijo. Pero “De pronto en el Cojo, no vi más que un hombre,