Hizo una pausa para contemplar la belleza de un mundo sumergido en cristal. Todo re-
flejaba luz, y contribuía a la intensa brillantez de las últimas horas de la tarde. Los árbo-
les del jardín del vecino se habían puesto mantos traslúcidos, y cada cual parecía úni-
co, aunque uniformado en su presentación. Aquel era un mundo glorioso, y por un bre-
ve instante su luciente esplendor casi quitó, así fuese apenas unos segundos, la Gran
Tristeza de los hombros de Mack.
Se necesitó casi un minuto completo para desprender el hielo que ya sellaba la puerta
del buzón. El premio a los esfuerzos de Mack fue un sobre con sólo su nombre propio
mecanografiado en el exterior, sin estampilla ni matasellos ni dirección del remitente.
Mack arrancó, curioso, una de las orillas del sobre, lo cual no fue tarea fácil, con dedos
que empezaban a entumirse por el frío. Tras volver la espalda al viento impetuoso, al
fin logró sacar de su nido el pequeño rectángulo de papel sin doblar. El mecanografiado
mensaje decía simplemente:
Mackenzie:
Ya ha pasado un tiempo. Te he extrañado.
Estaré en la cabaña el próximo fin de semana si quieres
que nos reunamos.
-Papá
Mack se entiesó, invadido por la náusea, mudada con igual rapidez en enojo. Con toda
intención pensaba en la cabaña lo menos posible, y cuando lo hacía, sus pensamientos
no eran gratos ni buenos. Si ésta era la idea de alguien de una broma pesada, se había
pasado de la raya. Y firmar "Papá" sólo hacía todo más horripilante.
"¡Idiota!", gruñó Mack, pensando en Tony, el cartero, un italiano muy amable, con gran
corazón pero poco tacto. ¿Por qué se había tomado la libertad de dejar ahí un sobre
tan ridículo? Ni siquiera tenía estampilla. Molesto, Mack se metió el sobre y la nota en
el bolsillo del abrigo y se volvió para emprender el deslizamiento de regreso, en direc-
ción a la casa. Las ráfagas abofeteantes que inicialmente habían retardado su paso re-
dujeron esta vez el tiempo necesario para atravesar el mini glaciar que se engrosaba
bajo sus pies.
Todo iba muy bien, gracias, hasta que Mack llegó al sitio donde la entrada se inclinaba
un poco hacia abajo y a la izquierda. Sin esfuerzo ni intención, empezó a cobrar veloci-
dad, resbalando en zapatos de suelas con casi tanta tracción como un pato en un lago
congelado. Agitando alocadamente los brazos con la esperanza de mantener de algún
modo el equilibrio, Mack se descubrió deslizándose directo contra el único árbol de sus-
tancial tamaño que bordeaba la entrada, aquel cuyas ramas bajas él había cortado me-
ses antes. Ahora el árbol tenía impaciencia por abrazarlo, semidesnudo y aparente-
mente ansioso de un pequeño pero justo castigo. En una fracción de una idea, Mack