fuera permitir que las emociones manaran con fuerza, la melodía atrapó a Mack por
completo. Si pudiera seguir escuchando a Sarayu, le habría estremecido de júbilo lavar
los trastes el resto de su vida.
Diez minutos después, habían terminado. Jesús besó a Sarayu en la mejilla y ella de-
sapareció por una esquina. El se volvió y le sonrió a Mack.
-Vayamos al muelle a ver las estrellas.
-¿Y los demás? -preguntó Mack.
-Aquí estoy -respondió Jesús-. Siempre estoy aquí.
Mack asintió. Esta cosa de la presencia de Dios, aunque difícil de entender, parecía
penetrar sostenidamente su mente y su corazón. Él dejó que eso sucediera.
-Vamos -dijo Jesús, interrumpiendo los pensamientos de Mack-. ¡Sé que te gusta ver
las estrellas! ¿Quieres?
Sonó como un niño lleno de anticipación y expectación.
-Sí, creo que sí -respondió Mack, dándose cuenta de que la última vez que había he-
cho eso fue en el desdichado campamento con los chicos. Tal vez era momento de co-
rrer algunos riesgos.
Siguió a Jesús por la puerta trasera. En los momentos menguantes del crepúsculo, pu-
do distinguir la rocosa orilla del lago, no llena de maleza como la recordaba, sino her-
mosamente conservada y con fotográfica perfección. El arroyo cercano parecía salmo-
diar una especie de tonada musical. Unos quince metros lago adentro se extendía un
muelle, y Mack pudo distinguir apenas tres canoas atadas a intervalos a uno de sus
costados. La noche caía con rapidez, y la distante oscuridad ya se adensaba con los
sonidos de grillos y ranas. Jesús lo tomó del brazo y lo guió por el camino mientras sus
ojos se adaptaban, pero Mack ya alzaba la vista para hallarse frente a una noche sin
luna en la maravilla de las brotantes estrellas.
Avanzaron tres cuartas partes del muelle y se echaron de espaldas a mirar. La altura
de ese sitio parecía magnificar los cielos, y Mack se deleitó viendo tal número de estre-
llas con tal claridad. Jesús le sugirió que cerraran los ojos unos minutos, para permitir
que los últimos efectos del crepúsculo desaparecieran en la noche. Mack así lo hizo, y
cuando al fin abrió los ojos, la vista fue tan imponente que experimentó vértigo unos
segundos. Casi se sintió caer en el espacio, las estrellas corriendo a su encuentro co-
mo para abrazarlo. Levantó las manos imaginando que podía arrancar diamantes, uno
por uno, de un cielo negro de terciopelo.
-¡Guau! —murmuró.