LA CABAÑA La Cabana - W. Paul Young | Page 4

suele ser gran cosa acerca de nada. Quienes lo conocen, por lo general lo quieren bien, en tanto guarde sus ideas mayormente para sí. Y cuando habla, no es que dejen de quererlo, hace más bien que no se sientan muy satisfechos consigo mismos. Mack me contó una vez que en sus años de juventud solía decir más libremente lo que pensaba, pero admitió que la mayor parte de esas palabras eran un mecanismo de so- brevivencia para cubrir sus heridas; a menudo terminaba vomitando su pena en quie- nes lo rodeaban. Dice que acostumbraba humillar y señalar los defectos de la gente mientras preservaba su sensación de falso poder y control. No suena muy atractivo. Mientras escribo estas palabras, reflexiono en el Mack que desde siempre he conocido: muy ordinario, sin duda nadie especial en particular, salvo para quienes lo conocemos de verdad. Está por cumplir los cincuenta y seis, y es un sujeto poco notable, ligera- mente obeso, calvo, bajo y blanco, lo que describe a muchos hombres de estos rum- bos. Probablemente no se le distinguiría entre una multitud, o uno se sentiría incómodo sentándose junto a él cabeceando en el MAX (Metro) durante su viaje de una vez a la semana a la ciudad para una reunión de ventas. Hace la mayor parte de su trabajo en el pequeño despacho de su casa, en Wildcat Road. Vende algo de alta tecnología y ar- tefactos que no pretendo entender: artilugios tecnológicos que por alguna razón hacen que todo marche con mayor rapidez, como si la vida no lo hiciera ya lo suficiente. Uno no se da cuenta de lo listo que es Mack a menos que lo oiga dialogar con un ex- perto. Yo he estado ahí, cuando de pronto el idioma que se habla apenas si parece in- glés, y me descubro haciendo un esfuerzo por entender conceptos que se vierten como un retumbante río de piedras preciosas. El puede hablar inteligentemente de casi todo; y aunque se siente que tiene firmes convicciones, posee la gentileza de permitirle a uno mantener las propias. Sus temas favoritos son Dios y la creación, y por qué la gente cree lo que cree. Sus ojos se iluminan entonces, y adopta una sonrisa que hace ondear las comisuras de sus labios; y de repente, como en un niño, el cansancio se evapora y él se vuelve joven y es casi incapaz de contenerse. Pero, al mismo tiempo, Mack no es muy religioso. Pare- ce tener una relación de amor/odio con la religión, y quizá incluso con un Dios al que supone caviloso, distante y reservado. Pequeños sarcasmos se cuelan a veces en las grietas de su reticencia como penetrantes dardos inmersos en el veneno de un hondo pozo interior. Aunque en ocasiones ambos aparecemos los domingos en la misma igle- sia bíblica local de pulpito y bancas (la Quincuagésima Quinta Comunidad Indepen- diente de San Juan Bautista, como nos gusta llamarla), podría asegurarse que él no se siente muy cómodo ahí. Mack lleva más de treinta y tres años (casi todos felices) casado con Nan. Dice que ella le salvó la vida, y que pagó un alto precio por eso. Por alguna razón más allá de lo comprensible, ella parece amarlo ahora más que nunca, aunque tengo la impresión de que él la hirió cruelmente en sus primeros años. Supongo que así como la mayoría de nuestras heridas proceden de nuestras relaciones, lo mismo sucede con nuestra cura- ción, y sé que la gracia rara vez tiene sentido para quienes miran desde afuera.