tauración, de reconciliación, en que las cosas recuperan aquello para lo que fueron he-
chas". Para ese momento de mi vida, lo único que sabía hacer era poner un pie frente a
otro, uno por uno, a sabiendas de que cada paso era posible sólo por la Gracia.
En ese entonces yo manejaba veinticinco minutos hasta Gresham y luego me subía al
MAX (Metro) otros cuarenta minutos, tanto de ida como de regreso, al centro de
Portland, donde trabajaba para una compañía de conferencias en Internet. Nuestras
finanzas eran tan rudimentarias que pronto nos mudaríamos de nuevo, a una casa ren-
tada en Gresham en agosto, en parte para ahorrar el dinero que se gastaba en gasoli-
na manejando desde Eagle Creek. Decidí que la parte de MAX de mi transporte me
concedería el tiempo necesario para empezar a trabajar en un proyecto con el que Kim
me había fastidiado durante unos diez años. Como ella lo decía: "Piensas de manera
inusual, y sería maravilloso que los chicos tuvieran algo de eso por escrito". De veras:
yo no estaba espiritual ni emocionalmente listo, ni preparado de ninguna otra manera,
para esa tarea antes de 2005.
No me propuse escribir un libro, y la idea de publicar ni siquiera se me ocurrió durante
la primera versión de la historia. Además de textos de negocios, las únicas cosas que
había escrito alguna vez eran poemas, canciones, algunos boletines familiares anuales
y material didáctico que usaba al hablar ante grupos. Cuando hacía creación literaria,
era para amigos y familiares, y casi siempre la daba como regalo en ocasiones espe-
ciales. ¿Pero un libro? Difícilmente. Mi meta era escribir algo, ir a Office Depot o Kin-
ko's Photoshop para conseguirle una bonita portada, ponerle una especie de espiral y
regalárselo a los chicos en Navidad.
No había ningún plan. De hecho, cuando por primera vez pensé en hacer esto, todo lo
que pude reunir fue una especie de diccionario de vagas opiniones. Ya sabes, A de as-
tronomía, y arte, y Aristóteles, y anarquía, y adulterio, y absolutos, y antinomianismo:
cualquier cosa sobre la que tuviera una opinión que empezara con A. Ríete. En reali-
dad, es muy divertido mirar atrás. Pero yo era muy serio en cuanto a tratar de hacer al-
go sistemático y organizado, algo de lo que mis hijos se enorgullecieran.
Como escribía para mis hijos, no tenía que seguir ninguna regla normal de escritura. En
realidad, ni siquiera sabía, ni me importaba, cuáles pudieran ser las reglas normales.
Nunca había pensado en eso.
La idea del diccionario no duró mucho. Demasiado aburrido. Supuse que una buena
historia sería fabulosa, pero no la tenía. Así que empecé con lo que tenía: conversacio-
nes entre Dios y yo, algo que incluyera a la familia y los amigos. Durante alrededor de
tres meses reuní esas conversaciones, y algo maravilloso empezó a ocurrir. Toda la co-
sa sistemática se vino abajo. En cambio, lo que yo tenía estaba vivo, e incluso me des-
pertaba a media noche para escribir fragmentos de diálogos. Estas conversaciones
eran muy reales para mí, ocultas en las experiencias y procesos de mi vida, en su ma-
yoría de los últimos quince años.