Lo hizo, y resolló. Incluso en la oscuridad de la noche, todo poseía claridad y resplan-
decía con halos de luz en varios tonos y matices. El bosque mismo ardía de luz y color,
pero cada árbol era nítidamente visible, cada rama, cada hoja. Aves y murciélagos
creaban una estela de fuego colorido mientras volaban o se perseguían. Incluso pudo
ver a la distancia la presencia de un ejército de la creación: venados, osos, carneros
monteses y magníficos alces cerca del límite del bosque, nutrias y castores en el lago,
cada cual reluciente en sus propios colores y esplendor. Innumerables criaturas peque-
ñas retozaban y volaban por todas partes, viva cada una en su propia gloria.
En un torrente de llamas rojizas, durazno y grosella, un águila pescadora se arrojó a la
superficie del lago, pero se elevó en el último instante para sobrenadar su superficie,
chispas de sus alas cayendo como nieve a las aguas al pasar. Detrás de ella, una in-
mensa trucha de los lagos, ataviada de arco iris, quebró la superficie como para provo-
car al pasajero cazador, y cayó después en medio de un derroche de colores.
Mack se sentía sobrenatural, como si pudiera estar presente dondequiera que mirara.
Dos oseznos que jugaban entre las patas de su madre llamaron su atención, despi-
diendo ocres, mentas y avellanas mientras rodaban y reían en su lengua nativa. Desde
donde estaba, sintió que podía tender la mano y tocarlos, y sin pensarlo estiró el brazo.
Lo retrajo, sorprendido, al ver que también él brillaba. Miró sus manos, maravillosamen-
te trabajadas y claramente visibles en los cascadeantes colores de la luz que parecían
envolverlas. Examinó el resto de su cuerpo, para descubrir que la luz y el color lo inva-
dían por doquier: un ropaje de pureza que le concediera tanto libertad como propiedad.
Se percató también de que no sentía dolor, ni siquiera en sus habitualmente contrista-
das articulaciones. De hecho, nunca se había sentido tan bien, tan sano. Su cabeza
estaba despejada, y él aspiraba profundamente los perfumes y aromas de la noche y
de las durmientes flores en el jardín, muchas de las cuales habían empezado a desper-
tar a esta celebración.
Delirante y deliciosa alegría manó de él, y Mack saltó, flotando despacio en el aire, para
regresar suavemente al suelo. "Tan similar", pensó, "a volar en sueños".
Entonces vio las luces: puntos móviles que emergían del bosque convergían en el pra-
do bajo el que Sarayu y él se encontraban. Las vio elevarse luego en las montañas cir-
cundantes, apareciendo y desapareciendo mientras se abrían paso hacia ellas, ocul-
tándose en caminos y veredas.
Un ejército de niños irrumpió en el prado. No había velas: ellos mismos eran luces. Y
en su propia irradiación, cada cual llevaba prendas distintas, que Mack imaginó que re-
presentaban a cada tribu y lengua. Sólo pudo identificar unas cuantas, pero eso no im-
portaba. Eran los hijos de la Tierra, los hijos de Papá. Llegaron con serena dignidad y
gracia, rostros llenos de paz y contento, jóvenes llevando de la mano a jóvenes más
jóvenes aún.