-¿Qué? ¿Yo? Preferiría no serlo. -Hizo una pausa-. No tengo ninguna habilidad para
juzgar.
-Ay, eso no es cierto -llegó la réplica veloz, esta vez teñida de una pizca de sarcasmo-.
Ya has demostrado ser muy capaz para eso, pese al poco tiempo que hemos pasado
juntos. Además, has juzgado a muchas personas a lo largo de tu vida. Has juzgado los
actos, e incluso los motivos de los demás, como si supieras cuáles son en realidad.
Has juzgado el color de piel y el lenguaje corporal y el olor. Has juzgado la historia y las
relaciones. Incluso has juzgado el valor de la vida de una persona por la calidad de tu
concepto de belleza. Desde cualquier punto de vista, tienes mucha práctica en esta ac-
tividad.
Mack sintió vergüenza y se sonrojó. Tuvo que admitir que había elaborado gran canti-
dad de juicios en su momento. Pero no era diferente a los demás, ¿no? ¿Quién no lle-
ga a conclusiones precipitadas sobre los demás por la forma en que lo afectan? Ahí es-
taba eso otra vez: su egocéntrica visión del mundo en torno suyo. Volteó, descubrió
que ella lo miraba con atención y al instante bajó la vista de nuevo.
-Dime -inquirió ella-, si se me permite preguntar, ¿en qué criterios basas tus juicios?
Mack la buscó con la mirada; pero se percató de que, cuando la veía directo a los ojos,
su pensamiento se tambaleaba. Verla a los ojos y mantener una sucesión de ideas ló-
gicas y coherentes parecía imposible. Tuvo que desviar la vista a la oscuridad del rin-
cón de la sala, con la esperanza de serenarse.
-Nada de eso parece tener mucho sentido por el momento -admitió finalmente, con voz
vacilante-. Confieso que cuando me formé esos juicios, me sentía más que justificado,
pero ahora...
-Claro que te sentías así. -Ella dijo esto como una declaración de hecho, como algo ru-
tinario, sin pretender explotar en ningún momento la evidente vergüenza y aflicción de
Mack-. Juzgar requiere que te creas superior a quien juzgas. Bueno, hoy recibirás la
oportunidad de hacer uso de toda tu capacidad. Vamos -dijo ella, palmeando el respal-
do de la silla-, quiero que te sientes aquí. Ahora.
Titubeante pero obediente, él caminó hacia ella, y hasta la silla que lo aguardaba. A ca-
da paso él parecía achicarse, o que ambas se agrandaban, no lo sabía. Se arrastró si-
lla arriba y se sintió infantil con el enorme escritorio enfrente, sus pies tocando apenas
el suelo.
-¿Y... qué juzgaré? -preguntó, volteando hacia ella.
-No qué. -Ella hizo una pausa y se desplazó a un lado del escritorio-. A quién.
La incomodidad de Mack aumentaba a pasos agigantados, y estar sentado en una silla
señorial de gran tamaño no servía para aminorarla. ¿Qué derecho tenía él a juzgar a