Creciendo en Guatemala y siendo una niña, mi padre compró un terreno en la zona 18, Colonia Atlántida a unos cuántos kilómetros al norte del Puente Belice. Era un área que no estaba urbanizada, sin electricidad, agua potable ni drenajes, pero él quiso que nos fuéramos a vivir de inmediato a nuestro lote para ahorrar lo que pagábamos de alquiler en la zona 1 de la ciudad. Para todos nosotros, sus hijos, era muy extraño y diferente. Oscuridad, nada poblado, la camioneta nos dejaba bastante retirado de casa, caminábamos bajo la lluvia, bajo el intenso calor y una que otra tarde bajo el frío.
Era tranquilo, se olía la hierba fresca, escuchábamos al ganado, se oían los coyotes y lechuzas por la noche y durante las bellas mañanas escuchábamos el trino de los pajaritos. Lugar pacífico, pero carecíamos de algo sumamente importante, algo que no estaba a nuestro alcance, algo imprescindible, algo que era necesario para nuestras vidas cotidianas.
Ese líquido preciado que necesitábamos para cocinar, para nuestra higiene personal, para el lavado, para regar nuestra hortaliza y matitas de decoración, para darles a las gallinas y a los perros.
más que el oro
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