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Necesitábamos agua. Una vez por semana venía el camión a vendernos toneles llenos de agua "limpia" como ellos decían. Mi madre hervía el agua para beber y cocinar. Más adelante mi padre instaló una bomba manual, cada mañana antes de caminar un buen trecho para tomar la camioneta que nos llevaría al colegio, bombeamos el agua con la que nos bañábamos, con la que nos aseábamos y para dejarle a mamá unas cuantas cubetas de agua limpia para el día. Bombeábamos temprano, pues después de las 8am ya no conseguías agua. Llegué a valorar, a apreciar este líquido vital. Me enamoré de ella, la cuidaba, la acariciaba gota por gota cuando me caía en mi cuerpo, hasta le hablaba y allí estaba ella, dejándose querer.
La vida continuaba, pasaban los años y la situación del agua en nuestra colonia mejoró un poco. Yo seguía adorando esta mezcla de elementos que tanto me daba, que tanto me regalaba y que pedía a gritos: ¡CUÍDAME! Imagínate en un desierto, un calor intenso, un sol que arde, no tienes agua contigo. La cantimplora se ha quedado vacía. No se ve ninguna civilización, nada en sus aledaños. Un aldeano te ofrece agua, a cambio de tu anillo con diamantes montados en oro. El agua significa tu vida, tu salvación.
Lentamente bebes esa substancia clara, inodora, incolora y sin sabor, dejas que tu cuerpo la absorba poco a poco y te nutra. La vida vuelve a ti, entonces… ¡el agua vale más que el oro!
Cuidémosla, amémosla, encaríñate con ella. No la dejes escapar, no la dejes correr en vano, atrápala, mímala y consérvala.
Ileana Chavarrín