pocas personas han hecho mella. Su presencia en
el teatro vernáculo como parte de los tipos cubanos, junto con la mulata y el gallego, resultó una
imagen sobrellevada mayormente cuando, para
mayor chanza, no era asumido por un personaje
de ese color de la piel o raza, sino por un actor
blanco que, en acto de travestismo, se maquillaba
para dar un matiz más sarcástico a esa imagen ya
estigmatizaba, con proyección personológica del
negro como marañero, burlón, picaresco y capaz
de cualquier artimaña.
Esta caracterización estereotipada de las cualidades de la negritud nacía bajo ese sello muy difícil
de cambiar y acompañó la imagen del negro durante el periodo de la República (1902-58).
La temática negra pasa a ser una de las principales
tratadas por artistas de la época y no solo en las
artes plásticas. En otras manifestaciones —literatura, música, danza— los ejemplos son abundantes. La integración y el convencimiento de que las
manifestaciones culturales de esta importante
parte de la población cubana pertenecían por
completo al acervo cultural de la nación, se enfocan desde una perspectiva aún con rasgos de pintoresquismo y, en la mayoría de los casos, se
sobredimensiona el papel de la religión en función de la “integralidad cultural” que contribuía a
sentar las bases de ese complejo concepto denominado identidad.
La imagen del negro como ser social se trata, en
la mayoría de las obras, con muy poca diferencia
respecto al período colonial, sobre todo en las cajetillas del tabaco cubano.
De forma burlona, si bien por la actividad, se
ejemplifican la pereza, el robo menor o el fisgoneo, cuando no la borrachera y la inclinación pendenciera, o por el diálogo de los personajes,
transcrito fonéticamente en castellano imperfecto. (De Juan, 1978: 33)
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Esta visión limitada, incomprensiva y culturalmente equivocada entraña una concepción del
mundo de raíces ancestrales que, sacada del contexto que le dio origen, de ninguna manera podía
obedecer a los patrones de pensamiento, comportamiento social, forma y proyecto de vida occidentales.
Se marcaba la diferencia entre el pensamiento
progresista intelectual y la posición de los gobiernos de turno ante las demandas sociales de la raza
negra y la libertad de expresión de sus manifestaciones culturales.
La vanguardia
Dentro de la llamada primera generación de la
vanguardia, la presencia del negro en las artes
plásticas es más bien pobre, con aislados ejemplos.
La línea temática general de algunos artistas entronca con la herencia de la imagen estereotipada.
La obra paradigmática El rapto de las mulatas
(1938), de Carlos Enríquez (1900-1957), vendría
a ser un clásico con intención de sobrepujar el carácter sensual de la imagen de la mujer de raza
negra o mestiza.
La segunda promoción de la vanguardia evidencia mayor grado de asimilación de los componentes culturales afrocubanos. Wifredo Lam (19021982), Roberto Diago (1920-1957), Eduardo
Abela (1891-1965), René Portocarrero (19121985) y otros reflejaron de alguna manera la marginación de este sector de la población y enfatizaron la presencia del negro desde la cosmogonía
antropológica cultural, con la sugerencia simbólica, el colorido y toda una serie de elementos alusivos a los cultos religiosos de raíz africana.
(Figuras 2a, 2b, 2c).