En el ámbito académico, La leyenda… campea a
sus anchas. El capítulo cubano da inicio con la rebelión de Hatuey, que se instala en nuestra cultura
popular con el “no quiero ir al cielo si para allá
van los españoles”. Así lo recoge la historia, en el
sentido demagógico y poco objetivo del contexto.
Cuando el niño termina de escuchar el relato de
boca del maestro, queda con la sensación, ya para
toda la vida, de que fue la iglesia quien quemó al
indio rebelde. Es más; queda la iglesia española
como aplastadora del primer conato de cubanía.
En ningún momento se explica que la hoguera fue
uno de los castigos más comunes de la época ni
que la conquista fue llevada a cabo por hombres
analfabetos, aventureros, ex presidiarios y toda
clase de elementos con apetitos y ambiciones, que
nada tuvieron que ver con el espíritus excelso del
padre Las Casas, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola o Teresa de Jesús.
Más para acá, en el tablero cronológico, la historiografía castrista se da a la tarea de simplificar el
fenómeno del sincretismo religioso criollo arrojando otro leño a la leyenda. Acá se saca de contexto la idea de la evangelización como un
atenuante —casi nada efectivo— a la barbarie y
codicia de los hacendados, ya sean criollos o peninsulares, así como de políticos y funcionarios
corruptos en tiempos de España.
No obstante, el saldo positivo que arroja el sincretismo criollo como uno de los pilares de la cubanía tiene su mayor contribución, tal vez, en la
fusión de las dos principales culturas que hoy hacen lo cubano. La historiografía castrista mata dos
pájaros de un tiro