Reyes Cairo. Pero el nombre no se corresponde
porque de agro tenía algo, pero de industrial no
tenía nada. Era una empresa de nuevo fomento.
No tenía una estructura creada. No era rentable
tampoco y en la actualidad prácticamente está desintegrada, porque no hay respaldo económico.
Incluso tuvimos etapas de dos y hasta tres meses
sin cobrar, no se nos podía pagar el salario porque
la empresa no tenía cómo buscar el dinero.”3
Al señalar las carencias de una granja supuestamente agroindustrial, Luis Pita señala, como Mavis Álvarez, el nombre mal puesto, la
grandilocuencia usada para denominar algo que
no existe. Si la euforia revolucionaria permitió la
emergencia de un puñado de conceptos, su legitimidad duró lo que los créditos soviéticos pudieron sostener.
Con el fracaso que a la revolución le propició Fidel Castro, todos sus términos perdieron sentido.
La palabra campesino, que en algún momento
pudo haber sido sinónimo de explotado, hombre
sin tierra u olvidado, emerge hoy menos por desmentir la precariedad con que antaño se identificaba como para manifestar la iniquidad que los
nuevos conceptos encubren. El castrismo sabe
eso. La presión que los antiguos términos ejercen
para su restablecimiento son el resultado de la
evidencia en que ha quedado su despropósito y
perversidad.
Reynaldo Castro Yedra
Como introducción a la entrevista de Reynaldo
Castro, a quien Maylan Álvarez dedica, entre
otros, su libro; la autora se limita a enumerar sus
diversas funciones políticas y laborales: diputado
a la Asamblea Nacional del Poder Popular, miembro del Consejo de Estado y del Comité Central
del Partido Comunista de Cuba, fundador del Movimiento Millonario y de la Emulación Socialista
en el sector azucarero, y primer Héroe del Trabajo
de la República de Cuba.
De origen muy humilde, Reynaldo Castro pasó de
desconocido cortador de caña, con 18 años en
1959, a ser una de las figuras más mentadas en el
panorama laboral cubano de las décadas siguientes. Si un hombre que corta 300 arrobas al día es
un buen machetero, Reynaldo Castro llegó a cortar 2308 arrobas el 28 de abril de 1963, en una
competencia de grandes cortadores que ganó
frente a los ojos admirados de, entre otros, Ernesto Che Guevara.
Reynaldo Castro apunta el desconocimiento
como una carencia individual: “Yo no sabía lo
que era la producción y era el que más producía
en el país, ni sabía qué cosa era el concepto de
productividad, ni emulación. Yo estaba haciendo
las cosas y no sabía lo que estaba haciendo.”4
Pero en aquello tiempos la sociedad entera compartía el desconocimiento y la incertidumbre sobre algunos aspectos de la realidad. Como tantos
otros cubanos, Reynaldo Castro estaba despertando a un nuevo proceso de significaciones, que
entrañó para él, gracias a su extraordinario rendimiento, el paso de un apartado pueblo de provincia al centro del poder político.
“Yo creo que, en realidad, este fue el comienzo
de mi vida”, dice Reynaldo Castro a Maylan Álvarez. Y describe como se vio de pronto durmiendo en las sábanas impecables del Hotel
Habana Libre al finalizar el segundo día de estar
en La Habana, pues la primera noche no se atrevió
a acostarse en ellas.
Uno de los estados más enojosos de cualquier miseria se establece con la conformidad y el acomodo que la reproducen, tanto entre los que la
padecen como entre quienes están libres de ella.
El testimonio de Reynaldo Castro conmueve, porque si bien la revolución se empantanó entre sus
crímenes y la consagración de la miseria, no podrá olvidarse aquel instante en que la nación se
entregó por entero, como si del programa fundamental de la patria se tratase, a la obra de superar
las peores desigualdades.
Puede alegarse que ya en aquel momento la revolución cultivaba las semillas de su perversión,
pero también se podría afirmar que no hay epis