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El jefe de la patrulla sacó su pistola y rastrilló con evidentes malas intenciones, pero ni aun así lograba contener la improvisada rebelión. Parece que la persona que estuvo filmando estos pormenores (y gracias a la cual trascendieron como noticia) no pudo dejarnos testimonio de sus últimos momentos y no llegamos a conocer el desenlace de aquel abusivo e irresponsable desmadre de los gendarmes. Pero cualquiera que haya sido, cuesta poco imaginar qué pudo ocurrir si el arma llega a ser disparada con saldo de muertos o heridos entre el público. Cuentan que la revuelta que terminaría destronando al emperador Haile Selassie, amo, juez y verdugo de los etíopes durante cincuenta años, surgió a partir de una improvisada protesta popular frente a una gasolinera de Addis Abeba, provocada por el aumento del precio del combustible. Y no es el único ejemplo. En la historia abundan otros en que sobresale este tipo de circunstancias, digamos fortuitas, como detonantes para la caída de largas tiranías. No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, barrunta el proverbio. Pero lo que no se puede predecir, cuando se trata del corpus de toda una sociedad, es el minuto exacto y la coyuntura en que el mal alcanzará el límite de lo resistible para desencadenarse en procura de alivios o rehabilitación. Por inusual que fuera este conato de sublevación contra la policía en La Cuevita, no tendría por qué sorprender a las autoridades, toda vez que los males que padece la sociedad cubana son tan viejos, graves y crónicos como incapaz es su gobierno para hallar soluciones. Y eso que, aunque no ha cumplido cien años, se gasta ya la desmesura de más de medio siglo ininterrumpidamente en el poder; así que cabe dentro de la lógica histórica que en cualquier momento, el menos esperado quizá, y en las circunstancias más ordinarias, revienten las válvulas. Una cosa es que no sea lo deseable, ni siquiera lo recomendable, y otra bien distinta es que descartemos desidiosamente la posibilidad de que ocurra sólo porque el terror impuesto por el régimen haya contenido hasta hoy su ocurrencia. Ojalá que esta no pase de ser una divagación infundada, pero en caso de que también entre nosotros las circunstancias actuaran en línea con la lógica histórica, pocos escenarios serían tan propicios como La Cuevita u otras muchas comunidades de su condición en La Habana, donde la gente (negra en mayoría) vive con la soga al cuello, acosada por carencias de toda índole, harta de confiar en promesas que jamás se cumplen, ríspida, amarga, abatida y llena de rencor. Si alguien lo duda, bastaría con verificar de cerca el estatus infrahumano que impera en los solares y cuarterías habaneras, que son muchos, demasiados, y que aumentan incesantemente, por más que en apariencia resulten invisibles no ya para los cientos de miles de turistas que visitan a diario la ciudad, sino incluso para sus residentes mejor ubicados en barrios como Miramar, Siboney, Kholy o las zonas altas del Vedado, justo donde habitan los jefes del régimen con sus parientes, muchos de los cuales jamás han ido ni de pasada por los tugurios en cuestión: chozas construidas a partir de herrumbrosos recortes de cinc, pedazos de tablas, residuos de hormigón, de tela y otros materiales de desechos, que acogen a 7 u 8 personas en una sola habitación, con servicios sanitarios colectivos y muy escasos, sin agua corriente, con laberínticos pasadizos interiores como únicas calles. Para no ir más lejos, un breve recorrido por La Cuevita sería suficiente para abrir los ojos de aquellos que aún no quieren ver. Y no es casual que precisamente en La Cuevita radique hoy el más sedicioso (y también el más 12