IDENTIDADES 1 ESPAÑOL Febrero 2017 | Page 103

Arte e Identidad

Pintores autóctonos en La Habana

Frank Correa Escritor y periodista La Habana, Cuba

H

ace más de dos décadas, un grupo de artistas de las artes plásticas de La Habana se frustraron al no ser aceptadas— por los comisarios del arte— sus propuestas estéticas para el circuito oficial y comercial del país. Han tenido que luchar contra mil y una adversidades para mantener su arte vivo. Hoy son los pintores autóctonos de una cultura subrepticia, con importancia que aún está lejos de ser comprendida por los estudiosos de este tiempo. El más representativo del grupo es Antonio Calzada, alias Tonito y el Rasta, un verdadero héroe de la pintura, que vive en una casa muy miserable de madera y techo de zinc, al final del pasillo más oscuro de Romerillo, con sus padres ancianos y su hermano alcohólico. En su cuarto, ínfimo, cuelgan algunas de sus pinturas, como en una galería, junto a afiches de Bob Marley. Sus otros cuadros han sido vendidos a través de intermediarios, sabe Dios a cuánto, y a él le han dado una parte“ que nunca alcanza para vivir”. Esos cuadros deben estar hoy adornando salas o galerías quién sabe dónde. En una mesita junto al camastro se agolpaban sus pinceles junto a tubos exprimidos de óleos. En un ángulo, el caballete de madera, siempre con una primicia. Siendo niño, Tonito ganó el primer premio en un concurso de pintura. El presidente del jurado era Roberto Fabelo, quien exaltó los valores expresionistas y la audacia de estilo de“ aquel muchacho de barrio”, pero la casa de cultura de Romerillo no dio crédito. No lo enviaron a la Academia de San Alejandro y a partir de ahí, el joven artista se aisló en el sub-mundo del barrio marginal. Hacía sus pinceles con pelo de caballo. Inventaba pinturas derritiendo plomo, mezclando gasolina con ceniza. Acabó con las sábanas de la casa al usarlas como lienzos. Los bastidores fueron astas de banderas cubanas, que recogía por las calles al finalizar los desfiles políticos. Cuando se hizo hombre ya tenía su destino marcado: pintar hasta el fin. Se convirtió en rastafari. Concluyó la serie Eva mitocondrial, de diez obras: La madre, La ayuda, Dos Evas, Árbol genealógico, Tripar, A todas luces, Dardos y flechas, Hombres con las manos en los bolsillos y Dudar, todas empolvadas en el fondo del escaparate. Otro pintor autóctono de aquel grupo es José Díaz Santacruz. Vive en Jaimanitas y pinta desde niño. Ha diseminado su arte por el pueblo como un sello y en incontables casas aparecen sus agujas de abanico en pleno salto, o sus marinas, con la firma J. D. Santa Cruz. En muchos establecimientos del pueblo aparece también su marca: las agujas y albacoras. Se sintió más frustrado todavía cuando hace unos años quitaron su gigantesca aguja de abanico a la entrada del pueblo, que era incluso símbolo popular, para colocar una pequeña cherna de ojos soñadores del pintor José Fuster. Pero aquel otro José es un pintor profundo y su mayor frustración es haber ido postergando, por pintar peces para comer, sus obras fundamentales: Dios barriendo la calle y La partición del mundo.
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