Me siento flotando en un cuerpo vacío,
como un vehículo sin conductor, sin
rumbo y sin sentido. Martirizo mis
pensamientos, tengo una sensación de
alejamiento frío. Estoy cada vez más
lejos. Por un instante, la gente que
camina frente a mí se detiene por
completo, mirándome fijamente. Sin
dejar de hacerlo, apuntan con el dedo a
la derecha. ¡Ahí está! Una puerta
brillante, reluciente. La muerte toma mi
mano con sus huesudos y fríos dedos. Yo,
embelesada, camino con ella sin decir
palabra, como una mosca hacia la miel o
hacia la sangre. Mi respiración se hace
más lenta, como un sollozo o un suspiro.
Mi corazón enmudece. Trajes azules y
naranjas se acercan presurosos. Gritos,
voces, susurros y muerte dan un golpe
fuerte sobre mi pecho, me levantan en
brazos y al mismo tiempo colocan una
máscara sobre la nariz: doy un respiro
profundo a la vida. ¡La puerta radiante se
aleja! La muerte, mientras tanto, me
sujeta fuerte sin darse por vencida. Ella
forcejea por unos instantes sin poder
evitar la flaqueza. Mi atarantamiento no
desaparece, a pesar del refrescante
aliento que entra por esas mangueras. El
mundo se vuelve más lejano, como las
voces. Escucho preguntas de algo que no
sucedió, algo inconcebible: un enano que
insiste en llamarme madre y que llora sin
parar acurrucado en un rincón, aunque
nadie lo vea. Oigo los susurros de vecinos
al salir.
–De no ser por la fuga de gas y la ventana
rota, nadie lo habría notado –dicen.
Me había rendido al golpe de la muerte,
pero me salvó un enano de dientes
puntiagudos que se hace llamar Anabrio.
Estoy en un mundo ausente, tenebroso,
en una tumba con forma de pequeño
n i c h o l l e n o d e h u e s o s r o í d o s ,
m o r d i s q u e a d o s , d e d o n d e
probablemente nunca saldré. ¡Y ahora la
recuerdo! Una feroz tamalera vestida de
inocente vecina, sedienta de sangre,
hambrienta de carne. ¡El corazón por fin
se detiene! ¡Trágame, noche!, ¡trágame,
ausencia!, ¡trágame, olvido! Y no me
dejes volver.