“ Hay
vidas que duran un instante su
nacimiento ”
Roberto Juarroz
Llovía mucho, y los niños asustados se
escondían bajo las cobijas. Afuera, los
campos anegados de agua parecían una
laguna, los árboles se estremecían con
el fuerte viento. La casita de adobe
empezó a caerse a pedazos. Y los
adultos, asustados, corrían de un lado a
otro, buscando a los niños en las
habitaciones separadas.
En la orilla del camino la camioneta
Fo r d , c o n l a s l u c e s d e l a n t e r a s
encendidas, alumbraba la gran casa de
adobe a punto de caer. Las vacas
mugían y sus cencerros se oían a lo
lejos. Los niños varones corrieron al
establo a refugiarse; el abuelo intentaba
empacar un poco de despensa. Aurora,
una de las niñas, no aparecía por
ningún lado. Los gritos desesperados de
su abuela, eran un lamento en esa
escabrosa noche.
Las muchachas tapadas con sus cobijas
también corrieron al establo; don
Carlos, el ganadero, les ofreció un vaso
de leche caliente. Los abuelos
resignados veían su casa caerse y,
abrazados, oraban por la pequeña
Aurora. Las horas pasaron y los dos
ancianos se asomaban del establo,
guarecidos bajo el olivo, y permanecían
en espera de que la lluvia terminara El
viejo quinqué de la abuela se encendió
dentro de los escombros de lo que aún
quedada de la cocina. La abuela
entonces corrió hacia la casa
derrumbada. Empezó a musitar la
melodía de la nana que en las noches
de tormenta le cantaba a la pequeña
Aurora, mientras juntas prendían aquel
antiguo quinqué. La abuela le había
dicho a la niña que el quinqué era
mágico.
De entre las paredes y las grandes
viguetas caídas, se escuchó el débil
canto que a manera de respuesta
entonaba la pequeña. El abuelo corrió a
la casa. Con las pocas fuerzas que aún
le quedaban, por la larga noche
tormentosa, intentó quitar cada vigueta
lo más rápido que pudo. Todo esfuerzo
fue en vano. La niña murió de frío,
abrazando a un oso de peluche en
busca de calor. A su lado el quinqué de
su abuela aún le iluminaba el rostro.