HARRY POTER Y LA PIEDRA FILOSOFAL Harry_Potter_y_la_Piedra_Filosofal_01 | Page 4
Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su oficina. Dijo a gritos
a su secretaria que no quería que le molestaran, cogió el teléfono y, cuando
casi había terminado de marcar los números de su casa, cambió de idea. Dejó
el aparato y se atusó los bigotes mientras pensaba... No, se estaba
comportando como un estúpido. Potter no era un apellido tan especial. Estaba
seguro de que había muchísimas personas que se llamaban Potter y que
tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo mejor, ni siquiera estaba seguro de
que su sobrino se llamara Harry. Nunca había visto al niño. Podría llamarse
Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la señora Dursley, siempre se
trastornaba mucho ante cualquier mención de su hermana. Y no podía
reprochárselo. ¡Si él hubiera tenido una hermana así...! Pero de todos modos,
aquella gente de la capa...
Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros, y cuando dejó el
edificio, a las cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse
cuenta, chocó con un hombre que estaba en la puerta.
—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tambaleaba y casi caía al
suelo. Segundos después, el señor Dursley se dio cuenta de que el hombre
llevaba una capa violeta. No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su
rostro se iluminó con una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan
chillona que llamaba la atención de los que pasaban:
—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede molestarme!
¡Hay que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ¡Hasta los
muggles como usted deberían celebrar este feliz día!
Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó.
El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo había abrazado un
desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle, no importaba lo que
eso fuera. Estaba desconcertado. Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse
hacia su casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca
había deseado antes, porque no aprobaba la imaginación).
Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no
mejoró su humor) fue el gato atigrado que se había encontrado por la mañana.
En aquel momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de
que era el mismo, pues tenía unas líneas idénticas alrededor de los ojos.
—¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta.
El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El señor Dursley se
preguntó si aquélla era una conducta normal en un gato. Trató de calmarse y
entró en la casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa.
La señora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le
informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su hija, y le contó
que Dudley había aprendido una nueva frase («¡no lo haré!»). El señor Dursley
trató de comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al
salón a tiempo para ver el informativo de la noche.
4