EL PINTOR
El señor Lozano era un jubilado que vivía a dos casas de la mía, era un señor flaco y alto, como si llevara toda su vida pasando hambre. Tenía las manos arrugadas y casi no podía sujetar un pincel como lo había hecho en su juventud. A pesar de tener una reputación rancia, nociva y de poca amabilidad me gané su cariño a pulso, después de pocas semanas sabía que me veía como la nieta que nunca tuvo, o como la hija porque realmente nunca tuvo descendencia, pasaba las tardes en su casa luego de que se comprometiera a enseñarme a pintar. Mientras trazaba el lienzo con el pincel me contaba historias de su juventud, del chico bohemio que fue, al principio sus obras no daban tanto dinero como se esperaba, vivía de lo poco que conseguía vender y estuvo en un estado famélico durante años.
Después de varios años viviendo casi en la pobreza conoció a un hombre importante, de esos que llevan traje y la chequera siempre lista, estaba interesado en sus obras y le prometió riqueza y fama si se comprometía a trabajar exclusivamente para él. Lozano aceptó casi sin pensarlo demasiado, no le interesaba precisamente las riquezas o la fama, sin embargo, su nuevo jefe tenía una hija de apariencia onírica, una joven de piel pálida, ojos verdes y un pelo tan liso que en la actualidad pensarían que era keratina. Y como es de esperar de cualquier artista enamorado la tomó como musa. No tardó mucho tiempo en saber que sus sentimientos eran correspondidos. Pero debían llevar su relación con discreción y en secreto, no fue nada sencillo ya que al padre de la joven no le faltaba pericia y al poco tiempo empezó a sospechar. Para ese momento, Lozano ya había ganado la suficiente riqueza y fama para que no le mermara la comida y pudiera seguir su carrera en solitario. Lo inevitable llegó, el hombre se enteró de la relación de su hija y, como era de esperarse, no la aceptaba, ¿ su hija y heredera con un pintor ñoño? Nunca. Les prohibió verse y despidió a Lozano. Pero ambos jóvenes huyeron de la urbe juntos. Se mudaron a una pequeña casa en lo alto de la colina, donde Lozano se dedicaba a pintar y la joven a cultivar quina en la vega. La historia de amor terminó bien ambos viajaron a Nueva York luego de un tiempo allí la fama de Lozano creció desorbitadamente y consiguieron una vida de lujos donde no les faltaba el pan. Miriam murió a los 67 años cuando un para cardíaco atacó su corazón. No tuvieron hijos, pero amor nunca les falto. Lozano hablaba con gran afecto de su difunta esposa, y como él decía“ seguimos casados, solo que en diferente sitio”. Mientras terminaba de contar la historia, yo seguía trazando en el lienzo lo que imaginaba eran los rasgos de Miriam.
Cuando entrabas a casa de Lozano, te encontrabas de frente un cuadro sobre el holocausto, por raro que parezca nunca me había fijado en él, pasaba por delante todas las tardes pero nunca le preste la suficiente atención, en él se podían ver jergones acumulados en el suelo y personas con el miedo y la tristeza empañando sus rostros el que más llamaba la atención era un niño de unos siete años, que yacía en el jergón al lado de la que imaginaba era su madre, ambos abrazados parecían perforar tu alma a través del lienzo. Le pregunté a Lozano sí estuvo en la segunda guerra mundial, él me miro como un tempano de hielo y negó. Me contó que su hermano era atleta, un corredor, quería participar en los juegos olímpicos pero el estallido de la guerra hizo que se suprimieran durante esos años. Èl si fue a la guerra, Lozano trató de impedírselo e incluso armó todo un zaperoco tratando de convencerlo, pero no lo logró. Y cuando todo acabó y volvió a casa tampoco pudo participar en los juegos, una bomba lo había alcanzado en combate, no hubiera sido nada grave de no ser por la glucemia que John padecía, había dos opciones amputar la pierna o darle un elixir letal para que no sufriera. Lozano agradecía enormemente que su hermano hubiera elegido la primera opción, aunque nunca en su vida volvió a pisar una pista de atletismo, el dolor, la impotencia o el arrepentimiento, pensé.
Al cabo de un tiempo con Lozano enseñándome a pintar, mis cuadros empezaron a ser sucedáneos de las obras de mi instructor, aunque nadie podía negar que los cuadros de Lozano tenían una impronta que te hacían saber que era su obra, sus trazos, sus pensamientos reflejados en lienzo, incluso sin ver la firma, se conoce su trabajo.
Andrea Rodríguez 4 º A
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