Decíamos antes que la mayoría de las cosas las hacemos porque nos las
mandan (los padres cuando se es joven, los superiores o las leyes cuando se es
adulto), porque se acostumbra a hacerlas así (a veces la rutina nos la imponen los
demás con su ejemplo y su presión —miedo al ridículo, censura, chismorreo, deseo
de aceptación en el grupo,...— y otras veces nos la creamos nosotros mismos), porque
son un medio para conseguir lo que queremos (como tomar el autobús para ir al
colegio) o sencillamente porque nos da la ventolera o el capricho de hacerlas así, sin
más ni más. Pero resulta que en ocasiones importantes o cuando nos tomamos lo que
vamos a hacer verdaderamente en serio, todas estas motivaciones corrientes resultan
insatisfactorias: vamos, que saben a poco, como suele decirse.
Cuando tiene uno que salir a exponer el pellejo junto a las murallas de Troya
desafiando el ataque de Aquiles, como hizo Héctor; o cuando hay que decidir entre
tirar al mar la carga para salvar a la tripulación o tirar a unos cuantos de la tripulación
para salvar la carga; o... en casos semejantes, aunque no sean tan dramáticos (por
ejemplo sencillito: ¿debo votar al político que considero mejor para la mayoría del país,
aunque perjudique con su subida de impuestos mis intereses personales, o apoyar al
que me permite forrarme mas a gusto y los demás que espabilen?), ni órdenes ni
costumbres bastan y no son cuestiones de capricho. El comandante nazi del campo
de concentración al que acusan de una matanza de judíos intenta excusarse diciendo
que «cumplió órdenes», pero a mí, sin embargo, no me convence esa justificación; en
ciertos países es costumbre no alquilar un piso a negros por su color de piel o a
homosexuales por su preferencia amorosa, pero por mucho que sea habitual tal
discriminación sigue sin parecerme aceptable; el capricho de irse a pasar unos días en
la playa es muy comprensible, pero si uno tiene a un bebé a su cargo y lo deja sin
cuidado durante un fin de semana, semejante capricho ya no resulta simpático sino
criminal. ¿No opinas lo mismo que yo en estos casos?
Esto tiene que ver con la cuestión de la libertad, que es el asunto del que se
ocupa propiamente la ética, según creo haberte dicho ya. Libertad es poder decir «sí»
o «no»; lo hago o no lo hago, digan lo que digan mis jefes o los demás; esto me
conviene y lo quiero, aquello no me conviene y por tanto no lo quiero. Libertad es decidir, pero también, no lo olvides, darte cuenta de que estás decidiendo. Lo más
opuesto a dejarse llevar, como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes
más remedio que intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer; sí, dos veces,
lo siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas el motivo de tu
acción la respuesta a la pregunta «¿por qué hago esto?» es del tipo de las que hemos
estudiado últimamente: lo hago por que me lo mandan, porque es costumbre hacerlo,
porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda vez, la cosa ya varía. Esto lo
hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco lo que me mandan? ¿por miedo
al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no estoy entonces como esclavizado por
quien me manda? Si obedezco porque quien da las órdenes sabe más que yo, ¿no sería
aconsejable que procurara informarme lo suficiente para decidir por mí mismo? ¿Y si
me mandan cosas que no me parecen convenientes, como cuando le ordenaron al
comandante nazi eliminar a los judíos del campo de concentración? ¿Acaso no puede
ser algo «malo» —es decir, no conveniente para mí— por mucho que me lo manden,
o «bueno» y conveniente aunque nadie me lo ordene?
Lo mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo que hago más
que una vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así «porque es costumbre».
Pero ¿por qué diablos tengo que hacer siempre lo que suele hacerse (o lo que suelo
hacer)? ¡Ni que fuera esclavo de quienes me rodean, por muy amigos míos que sean,
o de lo que hice ayer, antesdeayer y el mes pasado! Si vivo rodeado de gente que
tiene la costumbre de discriminar a los negros y a mí eso no me parece ni medio bien,
¿por qué tengo que imitarles? Si he cogido la costumbre de pedir dinero prestado y no
devolverlo nunca, pero cada vez me da más vergüenza hacerlo, ¿por qué no voy a
poder cambiar de conducta y empezar desde ahora mismo a ser más legal? ¿Es que
acaso una costumbre no puede ser poco conveniente para mí, por muy acostumbrada
que sea? Y cuando me interrogo por segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es
parecido. Muchas veces tengo ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven
contra mí, de las que me arrepiento luego. En asuntos sin importancia el capricho
puede ser aceptable, pero cuando se trata de cosas más serias dejarme llevar por él,
sin reflexionar si se trata de un capricho conveniente o inconveniente, puede resultar
muy poco aconsejable, hasta peligroso: el capr icho de cruzar siempre los semáforos
en rojo a lo mejor resulta una o dos veces divertido pero ¿llegaré a viejo si me empeño
en hacerlo día tras día?
En resumidas cuentas: puede haber órdenes, costumbres y caprichos que
sean motivos adecuados para obrar, pero en otros casos no tiene por qué ser así. Sería
un poco idiota querer llevar la contraria a todas las órdenes y a todas las costumbres,
como también a todos los caprichos porque a veces resultarán convenientes o
agradables. Pero nunca una acción es buena sólo por ser una orden, una costumbre
o un capricho. Para saber si algo me resulta de veras conveniente o no tendré que
examinar lo que hago más a fondo, razonando por mí mismo. Nadie puede ser libre en
17 18
Capítulo III
HAZ LO QUE QUIERAS