cómodo y lo más eficaz, ¿no? A veces darle demasiadas vueltas a lo que uno va a
hacer nos paraliza. Es como cuando echas a andar: si te pones a mirarte los pies y a
decir «ahora, el derecho; luego, el izquierdo, etc.», lo más seguro es que pegues un
tropezón o que acabes parándote. Pero yo quisiera que ahora, retrospectivamente, te
preguntaras lo que no te preguntaste esta mañana. Es decir: ¿por qué he hecho lo que
hice?, ¿por qué ese gesto y no mejor el contrario, o quizá otro cualquiera? Supongo
que esta encuesta te indignará un poco. ¡Vaya! ¿Que por qué tienes que levantarte a
las siete y media, lavarte los dientes e ir al colegio? ¿Y yo te lo pregunto? ¡Pues
precisamente porque yo me empeño en que lo hagas y te doy la lata de mil maneras,
con amenazas y promesas, para obligarte! ¡Si te quedases en la cama menudo jaleo te
montaría! Claro que algunos de los gestos reseñados como ducharte o desayunar, los
realizas ya sin acordarte de mí, porque son cosas que siempre se hacen al levantarse,
¿no?, y que todo el mundo repite. Lo mismo que ponerse pantalones en lugar de ir en
calzoncillos, por mucho que apriete el calor... En cuanto a lo de tomar el autobús,
bueno, no tienes más remedio que hacerlo para llegar a tiempo, porque el colegio está
demasiado lejos como para ir andando y no soy tan espléndido para pagarte un taxi
de ida y vuelta todos los días. ¿Y lo de pegarle patadas a la lata? Pues eso lo haces
porque sí, porque te da la gana.
Vamos a detallar entonces la serie de diferentes motivos que tienes para tus
comportamientos matutinos. Ya sabes lo que es un «motivo» en el sentido que recibe
la palabra en este contexto: es la razón que tienes o al menos crees tener para hacer
algo, la explicación más aceptable de tu conducta cuando reflexionas un poco sobre
ella. En una palabra: la mejor respuesta que se te ocurre a la pregunta «¿por qué hago
eso?». Pues bien, uno de los tipos de motivación que reconoces es el de que yo te
mando que hagas tal o cual cosa. A estos motivos les llamaremos órdenes. En otras
ocasiones el motivo es que sueles hacer siempre ese mismo gesto y ya lo repites casi
sin pensar, o también el ver que a tu alrededor todo el mundo se comporta así
habitualmente: llamaremos costumbres a este juego de motivos. En otros casos —los
puntapiés a la lata, por ejemplo— el motivo parece ser la ausencia de motivo, el que
te apetece sin más, la pura gana. ¿Estás de acuerdo en que llamemos caprichos al por
qué de estos comportamientos? Dejo de lado los motivos más crudamente
funcionales, es decir los que te inducen a aquellos gestos que haces como puro y
directo instrumento para conseguir algo: bajar la escalera para llegar a la calle en lugar
de saltar por la ventana, coger el autobús para ir al cole, utilizar una taza para tomar tu
café con leche, etc.
Nos limitaremos a examinar los tres meros tipos de motivos, es decir las
órdenes, las costumbres y los caprichos. Cada uno de esos motivos inclina tu
conducta en una dirección u otra, explica más o menos tu preferencia por hacer lo que
haces frente a las otras muchas cosas que podrías hacer. La primera pregunta que se
me ocurre plantear sobre ellos es: ¿de qué modo y con cuánta fuerza te obliga a actuar cada uno? Porque no todos tienen el mismo peso en cada ocasión. Levantarte para ir
al colegio es más obligatorio que lavarte los dientes o ducharte y creo que bastante
más que dar patadas a la lata de coca-cola; en cambio, ponerte pantalones o al menos
calzoncillos por mucho calor que haga es tan obligatorio como ir al cole, ¿no? Lo que
quiero decirte es que cada tipo de motivos tiene su propio peso y te condiciona a su
modo. Las órdenes, por ejemplo, sacan su fuerza, en parte, del miedo que puedes tener
a las terribles represalias que tomaré contra ti si no me obedeces; pero también,
supongo, al afecto y la confianza que me tienes y que te lleva a pensar que lo que te
mando es para protegerte y mejorarte o, como suele decirse con expresión que te hace
torcer el gesto, por tu bien. También desde luego porque esperas algún tipo de
recompensa si cumples como es debido: paga, regalos, etc. Las costumbres, en
cambio, vienen más bien de la comodidad de seguir la rutina en ciertas ocasiones y
también de tu interés de no contrariar a los otros, es decir de la presión de los demás.
También en las costumbres hay algo así como una obediencia a ciertos tipos de
órdenes: piensa, por poner otro ejemplo, en las modas. ¡La cantidad de cazadoras,
zapatillas, chapas, etc., que tienes que ponerte porque entre tus amigos es costumbre
llevarlas y tú no quieres desentonar!
Las órdenes y las costumbres tienen una cosa en común: parece que vienen
de fuera, que se te imponen sin pedirte permiso. En cambio, los caprichos te salen de
dentro, brotan espontáneamente sin que nadie te los mande ni a nadie en principio
creas imitarlos. Yo supongo que si te pregunto que cuándo te sientes más libre, al
cumplir órdenes, al seguir la costumbre o al hacer tu capricho, me dirás que eres más
libre al hacer tu capricho, porque es una cosa más tuya y que no depende de nadie
más que de ti. Claro que vete a saber: a lo mejor también el llamado capricho te apetece
porque se lo imitas a alguien o quizá brota de una orden pero al revés, por ganas de
llevar la contraria, unas ganas que no se te hubieran despertado a ti solo sin el
mandato previo que desobedeces... En fin, por el momento vamos a dejar las cosas
aquí, que por hoy ya es lío suficiente.
Pero antes de acabar recordemos como despedida otra vez aquel barco griego
en la tormenta al que se refirió Aristóteles. Ya que empezamos entre olas y truenos
bien podemos acabar lo mismo, para que el capítulo resulte capicúa. El capitán del
barco estaba, cuando lo dejamos, en el trance de arrojar o no la carga por la borda para
evitar el naufragio. Desde luego tiene orden de llevar las mercancías a puerto, la
costumbre no es precisamente tirarlas al mar y poco le ayudaría seguir sus caprichos
dado el berenjenal en que se encuentra. ¿Seguirá sus órdenes aun a riesgo de perder
la vida y la de toda su tripulación? ¿Tendrá más miedo a la cólera de sus patronos que
al mismo mar furioso? En circunstancias normales puede bastar con hacer lo que le
mandan a uno, pero a veces lo más prudente es plantearse hasta qué punto resulta
aconsejable obedecer... Después de todo, el capitán no es como las termitas, que
tienen que salir en plan kamikaze quieran o no porque no les queda otro remedio que
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