poca gracia. Desde el punto de vista del médico o del acojonado profesional, ciertos
placeres nos hacen daño y suponen un peligro, aunque para quienes tenemos una
perspectiva menos clínica sigan siendo muy respetables y considerables. Sin embargo,
permíteme que desconfíe de todos los placeres cuyo principal encanto parezca ser el
«daño» y el «peligro» que proporcionan. Una cosa es que te «mueras de gusto» y
otra bastante distinta que el gusto consista en morirse... o al menos en ponerse «a
morir». Cuando un placer te mata, o está siempre —para darte gusto— a punto de
matarte o va matando en ti lo que en tu vida hay de humano (lo que hace tu existencia
ricamente compleja y te permite ponerte en el lugar de los otros)... es un castigo
disfrazado de placer, una vil trampa de nuestra enemiga la muerte. La ética consiste en
apostar a favor de que la vida vale la pena, ya que hasta las penas de la vida valen la
pena. Y valen la pena porque es a través de ellas como podemos alcanzar los placeres
de la vida, siempre contiguos —es el destino— a los dolores. De modo que si me das
a elegir obligadamente entre las penas de la vida y los placeres de la muerte elijo sin
dudar las primeras... ¡precisamente porque lo que me gusta es disfrutar y no perecer!
No quiero placeres que me permitan huir de la vida, sino que me la hagan más
intensamente grata.
Y ahora viene la pregunta del millón ¿cuál es la mayor gratificación que
puede darnos algo en la vida? ¿Cuál es la recompensa más alta que podemos obtener
de un esfuerzo, una caricia, una palabra una música, un conocimiento, una máquina,
o de montañas de dinero, del prestigio, de la gloria, del poder, del amor, de la ética o
de lo que se te ocurra? Te advierto que la respuesta es tan sencilla que corre el riesgo
de decepcionarte: lo máximo que podemos obtener sea de lo que sea es alegría. Todo
cuanto lleva a la alegría tiene justificación (al menos desde un punto de vista, aunque
no sea absoluto) y todo lo que nos aleja sin remedio de la alegría es un camino
equivocado. ¿Qué es la alegría? Un «sí» espontáneo a la vida que nos brota de dentro,
a veces cuando menos lo esperamos. Un «sí» a lo que somos, o mejor, a lo que
sentimos ser. Quien tiene alegría ya ha recibido el premio máximo y no echa de menos
nada; quien no tiene alegría —por sabio guapo, sano, rico poderoso, santo, etc., que
sea— es un miserable que carece de lo más importante. Pues bien, escucha: el placer
es estupendo y deseable cuando sabemos ponerlo al servicio de la alegría, pero no
cuando la enturbia o la compromete. El límite negativo del placer no es el dolor, ni
siquiera la muerte, sino la alegría: en cuanto empezamos a perderla por determinado
deleite, seguro que estamos disfrutando con lo que no nos conviene. Y es que la
alegría, no sé si vas a entenderme aunque no logro explicarme mejor, es una
experiencia que abarca placer y dolor, muerte y vida; es la experiencia que
definitivamente acepta el placer y el dolor, la muerte y la vida.
Al arte de poner el placer al servicio de la alegría es decir, a la virtud que sabe
no ir a caer del gusto en el disgusto, se le suele llamar desde tiempos antiguos
templanza. Se trata de una habilidad fundamental del hombre libre pero hoy no está muy de moda: se la quiere substituir por la abstinencia radical o por la prohibición
policíaca. Antes que intentar usar bien algo de lo que se puede usar mal (es decir,
abusar), los que han nacido para robots prefieren renunciar por completo a ello y, si
es posible que se lo prohíban desde fuera, para que así su voluntad tenga que hacer
meno s ejercicio. Desconfían de todo lo que les gusta; o, aún peor, creen que les gusta
todo aquello de lo que desconfían. «¡Que no me dejen entrar en un bingo, porque me
lo jugaré todo! ¡Que no me consientan probar un porro, porque me convertiré en un
esclavo babeante de la droga!», etc. Son como esa gente que compra una máquina que
les da masajes en la barriga para no tener que hacer flexiones con su propio esfuerzo.
Y claro, cuanto más se privan a la fuerza de las cosas, más locamente les apetecen, más
se entregan a ellas con mala conciencia, dominados por el más triste de todos los
placeres: el placer de sentirse culpables. Desengáñate: cuando a uno le gusta sentirse
«culpable», cuando uno cree que un placer es más placer auténtico si resulta en cierto
modo «criminal», lo que se está pidiendo a gritos es castigo... El mundo está lleno de
supuestos «rebeldes» que lo único que desean en el fondo es que les castiguen por
ser libres, que algún poder superior de este mundo o de otro les impida quedarse a
solas con sus tentaciones.
En cambio, la templanza es amistad inteligente con lo que nos hace disfrutar.
A quien te diga que los placeres son «egoístas» porque siempre hay alguien
sufriendo mientras tú gozas, le respondes que es bueno ayudar al otro en lo posible
a dejar de sufrir, pero que es malsano sentir remordimientos por no estar en ese
momento sufriendo también o por estar disfrutando como el otro quisiera poder
disfrutar. Comprender el sufrimiento de quien padece e intentar remediarlo no supone
más que interés porque el otro pueda gozar también, no vergüenza porque tú estés
gozando. Sólo alguien con muchas ganas de amargarse la vida y amargársela a los
demás puede llegar a creer que siempre se goza contra alguien. Y a quien veas que
considera «sucios» y «animales» todos los placeres que no comparte o que no se
atreve a permitirse, te doy permiso para que le tengas por sucio y por bastante animal.
Pero yo creo que esta cuestión ha quedado ya suficientemente clara, ¿no?
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«Lo que el oído desea oír es música, y la prohibición de oír música se llama
obstrucción al oído. Lo que el ojo desea es ver belleza, y la prohibición de ver belleza
es llamada obstrucción a la vista. Lo que la nariz desea es oler perfume, y la
prohibición de oler perfume es llamada obstrucción al olfato. De lo que la boca quiere
hablar es de lo justo e injusto, y la prohibición de hablar de lo justo e injusto es
llamada obstrucción al entendimiento. Lo que el cuerpo desea disfrutar son ricos
alimentos y bellas ropas, y la prohibición de gozar de éstos se llama obstrucción a las
sensaciones del cuerpo. Lo que la mente quiere es ser libre, y la prohibición a esta