estamos hablando de seres libres.» El problema del canalla es que no sabe que la
libertad no es algo que sirve ni gusta de ser servida, sino que busca contagiarse.
Tiene mentalidad de esclavo, el pobrecillo... ¡por muy «rico» en cosas que se
considere a sí mismo!
Y suspira luego el canalla, ahora ya tembloroso y reducido a simple pillín: «Si
yo no me aprovecho de los otros, ¡seguro que son los otros los que se aprovechan
de mí!» Es una cuestión de ratones-esclavos y leones-libres, con las debidas
reverencias para ambas especies zoológicas de mi mayor consideración. Diferencia
número uno entre el que ha nacido para ratón y el que ha nacido león: el ratón
pregunta «¿que me pasará?» y el león «¿qué haré?». Número dos: el ratón quiere
obligar a los demás a que le quieran para así ser capaz de quererse a sí mismo y el león
se quiere a sí mismo por lo que es capaz de querer a los demás. Número tres: el ratón
está dispuesto a hacer lo que sea contra los demás para prevenir lo que los demás
pueden hacer contra él, mientras que el león considera que hace a favor de sí mismo
todo lo que hace a favor de los demás. Ser ratón o ser león: ¡he aquí la cuestión! Para
el león está bastante claro, «tenebrosamente claro», como diría el poeta Antonio
Machado —que el primer perjudicado cuando intento perjudicar a mi semejante soy
precisamente yo mismo... y en lo que soy tengo de más valioso, de menos servil.
Llegamos por fin al momento de intentar responder a una pregunta cuya
contestación directa (indirectamente y con rodeos hace bastantes páginas que no
hablamos de otra cosa) hemos aplazado ya demasiado tiempo: ¿en qué consiste tratar
a las personas como a personas, es decir, humanamente? Respuesta: consiste en que
intentes ponerte en su lugar. Reconocer a alguien como semejante implica sobre todo
la posibilidad de comprenderle desde dentro, de adoptar por un momento su propio
punto de vista. Es algo que sólo de una manera muy novelesca y dudosa puedo
pretender con un murciélago o con un geranio, pero que en cambio se impone con los
seres capaces de manejar símbolos como yo mismo. A fin de cuentas, siempre que
hablamos con alguien lo que hacemos es establecer un terreno en el que quien ahora
es «yo» sabe que se convertirá en «tú» y viceversa. Si no admitiésemos que existe
algo fundamentalmente igual entre nosotros (la posibilidad de ser para otro lo que otro
es para mí) no podríamos cruzar ni palabra. Allí donde hay cruce, hay también
reconocimiento de que en cierto modo pertenecemos a lo de enfrente y lo de enfrente
nos pertenece... Y eso aunque yo sea joven y el otro viejo, aunque yo sea hombre y
el otro blanco y el otro negro, mujer, aunque yo sea tonto y el otro listo, aunque yo
esté sano y el otro enfermo, aunque yo sea rico y el otro pobre. «Soy humano dijo un
antiguo poeta latino y nada de lo que es humano puede parecerme ajeno.» Es decir:
tener conciencia de mi humanidad consiste en darme cuenta de que, pese a todas las
muy reales diferencias entre los individuos, estoy también en cierto modo dentro de
cada uno de mis semejantes. Para empezar, como palabra...
Y no sólo para poder hablar con ellos, claro está. Ponerse en el lugar de otro es algo más que el comienzo de toda comunicación simbólica con él: se trata de tomar
en cuenta sus derechos. Y cuando los derechos faltan, hay que comprender sus
razones. Pues eso es algo a lo que todo hombre tiene derecho frente a los demás
hombres, aunque sea el peor de todos: tiene derecho —derecho humano— a que
alguien intente ponerse en su lugar y comprender lo que hace y lo que siente. Aunque
sea para condenarle en nombre de le yes que toda sociedad debe admitir. En una
palabra, ponerte en el lugar de otro es tomarle en serio, considerarle tan plenamente
real como a ti mismo. ¿Recuerdas a nuestro viejo amigo el ciudadano Kane? ¿O a
Gloucester? Se tomaron tan en serio a sí mismos, tuvieron tan en cuenta sus deseos
y ambiciones, que actuaron como si los demás no fuesen de verdad, como si fuesen
simples muñecos o fantasmas: los aprovechaban cuando les venía bien su
colaboración, los desechaban o mataban si ya no les resultaban utilizables. No
hicieron el mínimo esfuerzo por ponerse en su lugar, por relativizar su interés propio
para tomar en cuenta también el interés ajeno. Ya sabes cómo les fue.
No te estoy diciendo que haya nada malo en que tengas tus propios
intereses, ni tampoco que debas renunciar a ellos siempre para dar prioridad a los de
tu vecino. Los tuyos, desde luego, son tan respetables como los suyos y lo demás
son cuentos. Pero fíjate en la palabra misma «interés»: viene del latín inter esse, lo que
está entre varios, lo que pone en relación a varios. Cuando hablo de «relativizar» tu
interés quiero decir que ese interés no es algo tuyo exclusivamente, como si vivieras
solo en un mundo de fantasmas, sino que te pone en contacto con otras realidades
tan «de verdad» como tú mismo. De modo que todos los intereses que puedas tener
son relativos (según otros intereses, según las circunstancias, según leyes y
costumbres de la sociedad en que vives) salvo un interés, el único interés absoluto:
el interés de ser humano entre los humanos, de dar y recibir el trato de humanidad sin
el que no puede haber «buena vida». Por mucho que pueda interesarte algo, si miras
bien nada puede ser tan interesante para ti como la capacidad de ponerte en el lugar
de aquellos con los que tu interés te relaciona. Y al ponerte en su lugar no sólo debes
ser capaz de atender a sus razones, sino también de participar de algún modo en sus
pasiones y sentimientos, en sus dolores, anhelos y gozos. Se trata de sentir simpatía
por el otro (o si prefieres compasión, pues ambas voces tienen etimologías
semejantes, la una derivando del griego y la otra del latín), es decir ser capaz de
experimentar en cierta manera al unísono con el otro, no dejarle del todo solo ni en su
pensar ni en su querer. Reconocer que estamos hechos de la misma pasta, a la vez
idea, pasión y carne. O como lo dijo más bella y profundamente Shakespeare: todos
los humanos estamos hechos de la sustancia con la que se trenzan los sueños. Que
se note que nos damos cuenta de ese parentesco.
Tomarte al otro en serio, es decir, ser capaz de ponerte en su lugar para
aceptar prácticamente que es tan real como tú mismo, no significa que siempre debas
darle la razón en lo que reclama o en lo que hace. Ni tampoco que, como le tienes por
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