JEQUETEPEQUE
Allá, a lo lejos, la cortina líquida y brumosa aparece después de
un largo silencio en el levante. Envuelve de vida, majestuosamente, el
inhiesto cerro que la delata. Estruendosas arterias luminosas anuncian
en el cielo el sempiterno y fugaz señorío de los relámpagos. Minúsculos
hilos torrentosos impulsados por la indocilidad de aquel remoto
espectáculo se precipitan por estériles laderas, sedientos estas de ese
generosísimo maná, a la fuente mayor.
Conocida es la inveterada rebeldía del Jequetepeque que, en esa
temporada de indómitas fecundidades, deja atrás la incolora placidez
de sus aguas. Fertilísimas tierras arrastradas, desde lejanos parajes
ignorados, le dan ahora efímeras y cambiantes tonalidades. Tomando
un estrecho sendero de orillas y rumores pétreos y tras besar el ruinoso
puente, en otro tiempo lecho metálico de la famosa bestia, se desploma
con impunidad por el ancho valle yuvecino, recuperando así sus antiguos
brazos indigentes hasta ese momento de su túrbida bravura.
Hay, pues, en el valle nuevos e inquietos fragores, una indudable
profanación de la prolongada monotonía jequetepecana. Se difuminan
por el tórrido ambiente esencias a fango exótico que, en las silenciosas
noches cuando hercúleos hombres hunden su cansancio sobre sus
refrescantes literas, perfuman sus sueños campestres con ese bálsamo
ingrávido.
Comprensibles temores se apoderan, entonces, del manso
pueblo al ver, desde los altos montículos donde la vista de aquella escena
adquiere la apariencia de un cuadro lejano, los coloridos arrozales
asechados constantemente por la líquida rebeldía, amenazando convertir
sembríos en un amasijo de melancólicos recuerdos que, desde las oscuras
profundidades de la memoria, volverán algún día arropados por los
increíbles destellos de la fantasía.
Percy Hernandez