ETHNOLÓGICA No. 02 (2018) | Page 11

JEQUETEPEQUE Allá, a lo lejos, la cortina líquida y brumosa aparece después de un largo silencio en el levante. Envuelve de vida, majestuosamente, el inhiesto cerro que la delata. Estruendosas arterias luminosas anuncian en el cielo el sempiterno y fugaz señorío de los relámpagos. Minúsculos hilos torrentosos impulsados por la indocilidad de aquel remoto espectáculo se precipitan por estériles laderas, sedientos estas de ese generosísimo maná, a la fuente mayor. Conocida es la inveterada rebeldía del Jequetepeque que, en esa temporada de indómitas fecundidades, deja atrás la incolora placidez de sus aguas. Fertilísimas tierras arrastradas, desde lejanos parajes ignorados, le dan ahora efímeras y cambiantes tonalidades. Tomando un estrecho sendero de orillas y rumores pétreos y tras besar el ruinoso puente, en otro tiempo lecho metálico de la famosa bestia, se desploma con impunidad por el ancho valle yuvecino, recuperando así sus antiguos brazos indigentes hasta ese momento de su túrbida bravura. Hay, pues, en el valle nuevos e inquietos fragores, una indudable profanación de la prolongada monotonía jequetepecana. Se difuminan por el tórrido ambiente esencias a fango exótico que, en las silenciosas noches cuando hercúleos hombres hunden su cansancio sobre sus refrescantes literas, perfuman sus sueños campestres con ese bálsamo ingrávido. Comprensibles temores se apoderan, entonces, del manso pueblo al ver, desde los altos montículos donde la vista de aquella escena adquiere la apariencia de un cuadro lejano, los coloridos arrozales asechados constantemente por la líquida rebeldía, amenazando convertir sembríos en un amasijo de melancólicos recuerdos que, desde las oscuras profundidades de la memoria, volverán algún día arropados por los increíbles destellos de la fantasía. Percy Hernandez