El Túnel
Ernesto Sábato
IV
Una tarde, por fin, la vi por la calle. Caminaba por la otra vereda, en forma resuelta, como
quien tiene que llegar a un lugar definido a una hora definida.
La reconocí inmediatamente; podría haberla reconocido en medio de una multitud. Sentí una
indescriptible emoción. Pensé tanto en ella, durante esos meses, imaginé tantas cosas, que al verla,
no supe qué hacer.
La verdad es que muchas veces había pensado y planeado minuciosamente mi actitud en caso
de encontrarla. Creo haber dicho que soy muy tímido; por eso había pensado y repensado un
probable encuentro y la forma de aprovecharlo. La dificultad mayor con que siempre tropezaba en
esos encuentros imaginarios era la forma de entrar en conversación. Conozco muchos hombres que
no tienen dificultad en establecer conversación con una mujer desconocida. Confieso que en un
tiempo les tuve mucha envidia, pues, aunque nunca fui mujeriego, o precisamente por no haberlo
sido, en dos o tres oportunidades lamenté no poder comunicarme con una mujer, en esos pocos
casos en que parece imposible resignarse a la idea de que será para siempre ajena a nuestra vida.
Desgraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer.
En esos encuentros imaginarios había analizado diferentes posibilidades. Conozco mi
naturaleza y sé que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza
de atolondramiento y de timidez. Había preparado, pues, algunas variantes que eran lógicas o por lo
menos posibles. (No es lógico que un amigo íntimo le mande a uno un anónimo insultante, pero todos
sabemos que es posible.)
La muchacha, por lo visto, solía ir a salones de pintura. En caso de encontrarla en uno, me
pondría a su lado y no resultaría demasiado complicado entrar en conversación a propósito de
algunos de los cuadros expuestos.
Después de examinar en detalle esta posibilidad, la abandoné. Yo nunca iba a salones de
pintura. Puede parecer muy extraña esta actitud en un pintor, pero en realidad tiene explicación y
tengo la certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me daría la razón. Bueno, quizá
exagero al decir "todo el mundo". No, seguramente exagero. La experiencia me ha demostrado que lo
que a mí me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes. Estoy tan
quemado que ahora vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una actitud mía y, casi
siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la boca. Esa ha sido justamente la causa de
que no me haya decidido hasta hoy a hacer el relato de mi crimen. Tampoco sé, en este momento, si
valdrá la pena que explique en detalle este rasgo mío referente a los salones, pero temo que, si no lo
explico, crean que es una mera manía, cuando en verdad obedece a razones muy profundas.
Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos,
las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por
razones de profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de
atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto.
Observo que se está complicando el problema, pero no veo la manera de simplificarlo. Por otra
parte, el que quiera dejar de leer esta narración en este punto no tiene más que hacerlo; de una vez
por todas le hago saber que cuenta con mi permiso más absoluto.
¿Qué quiero decir con eso de "repetición del tipo"? Habrán observado qué desagradable es
encontrarse con alguien que a cada instante guiña un ojo o tuerce la boca. Pero, ¿imaginan a todos
esos individuos reunidos en un club? No hay necesidad de llegar a esos extremos, sin embargo,
basta observar las familias numerosas, donde se repiten ciertos rasgos, ciertos gestos, ciertas
entonaciones de voz. Me ha sucedido estar enamorado de una mujer (anónimamente, claro) y huir
espantado ante la posibilidad de conocer a las hermanas. Me había pasado ya algo horrendo en otra
oportunidad: encontré rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana quedé
deprimido y avergonzado por mucho tiempo, los mismos rasgos que en aquella me habían parecido
admirables aparecían acentuados y deformados en la hermana, un poco caricaturizados. Y esa
especie de visión deformada de la primera mujer en su hermana me produjo, además de esa
sensación, un sentimiento de vergüenza, como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente
ridícula que la hermana echaba sobre la mujer que tanto había admirado.
Quizá cosas así me pasen por ser pintor, porque he notado que la gente no da importancia a
estas deformaciones de familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con esos pintores que
7