El Túnel
Ernesto Sábato
XXXIV
Antes de las cinco estuve en la Recoleta, en el banco donde solíamos encontrarnos. Mi
espíritu, ya ensombrecido, cayó en un total abatimiento al ver los árboles, los senderos y los bancos
que habían sido testigos de nuestro amor. Pensé, con desesperada melancolía, en los instantes que
habíamos pasado en aquellos jardines de la Recoleta y de la Plaza Francia y cómo, en aquel
entonces que parecía estar a una distancia innumerable, había creído en la eternidad de nuestro
amor. Todo era milagroso, alucinante, y ahora todo era sombrío y helado, en un mundo desprovisto
de sentido, indiferente. Por un segundo, el espanto de destruir el resto que quedaba de nuestro amor
y de quedarme definitivamente solo, me hizo vacilar. Pensé que quizá era posible echar a un lado
todas las dudas que me torturaban. ¿Qué me importaba lo que fuera María más allá de nosotros? Al
ver esos bancos, esos árboles, pensé que jamás podría resignarme a perder su apoyo, aunque más
no fuera que en esos instantes de comunicación, de misterioso amor que nos unía. A medida que
avanzaba en estas reflexiones, más iba haciéndome a la idea de aceptar su amor así, sin
condiciones y más me iba aterrorizando la idea de quedarme sin nada, absolutamente nada. Y de
ese terror fue naciendo y creciendo una modestia como sólo pueden tener los seres que no pueden
elegir. Finalmente, empezó a poseerme una desbordante alegría, al darme cuenta de que nada se
había perdido y que podía empezar, a partir de ese instante de lucidez, una nueva vida.
Desgraciadamente, María me falló una vez más. A las cinco y media, alarmado, enloquecido,
volví a llamarla por teléfono. Me dijeron que se había vuelto repentinamente a la estancia. Sin advertir
lo que hacía, le grité a la mucama:
—¡Pero si habíamos quedado en vernos a las cinco!
—Yo no sé nada, señor —me respondió algo asustada—. La señora salió en auto hace un rato
y dijo que se quedaría allá una semana por lo menos.
¡ Una semana por lo menos! El mundo parecía derrumbarse, todo me parecía increíble e inútil.
Salí del café como un sonámbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente que andaba de un lado a otro,
como si eso sirviera para algo. ¡ Y tanto como le había pedido verla esa tarde, tanto como la
necesitaba! ¡ Y tan poco que estaba dispuesto a pedirle, a mendigarle! Pero, —pensé con feroz
amargura— entre consolarme a mí en un parque y acostarse con Hunter en la estancia no podía
haber lugar a dudas. Y en cuanto me hice esta reflexión se me ocurrió una idea. No, mejor dicho,
tuve la certeza de algo. Corrí las pocas cuadras que faltaban para llegar a mi taller y desde allí llamé
nuevamente por teléfono a la casa de Allende. Pregunté si la señora no había recibido un llamado
telefónico de la estancia, antes de ir.
—Sí —respondió la mucama, después de una pequeña vacilación.
—¿ Un llamado del señor Hunter, no? La mucama volvió a vacilar. Tomé nota de las dos
vacilaciones.
—Sí —contestó finalmente.
Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡ Tal como lo había intuido! Me
dominaba a la vez un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme
equivocado.
Pensé en Mapelli.
Iba a salir, corriendo, cuando tuve una idea. Fui a la cocina, agarré un cuchillo grande y volví al
taller. ¡Qué poco quedaba de la vieja pintura de Juan Pablo Castel! ¡Ya tendrían motivos para
admirarse esos imbéciles que me habían comparado a un arquitecto! ¡Como si un hombre pudiera
cambiar de verdad! ¿ Cuántos de esos imbéciles habían adivinado que debajo de mis arquitecturas y
de "la cosa intelectual" había un volcán pronto a estallar? Ninguno. ¡Ya tendrían tiempo de sobra para
ver estas columnas en pedazos, estas estatuas mutiladas, estas ruinas humeantes, estas escaleras
infernales! Ahí estaban, como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo de la
Desesperanza y de la Vergüenza. Pero había algo que quería destruir sin dejar siquiera rastros. Lo
miré por última vez, sentí que la garganta se me contraía dolorosamente, pero no vacilé: a través de
mis lágrimas vi confusamente cómo caía en pedazos aquella playa, aquella remota mujer ansiosa,
aquella espera. Pisoteé los jirones de tela y los refregué hasta convertirlos en guiñapos sucios. ¡ Ya
nunca más recibiría respuesta aquella espera insensata! ¡Ahora sabía más que nunca que esa
espera era completamente inútil!
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