El Túnel
Ernesto Sábato
XXXI
Después de una hora de espera, decidí irme. ¿Qué podía ganar, en definitiva, insultando a esa
imbécil? Por otra parte, durante ese lapso rumié una serie de reflexiones que terminaron por
tranquilizarme: la carta estaba muy bien y era bueno que llegase a manos de María. (Muchas veces
me ha pasado eso: luchar insensatamente contra un obstáculo que me impide hacer algo que juzgo
necesario o conveniente, aceptar con rabia la derrota y finalmente, un tiempo después, comprobar
que el destino tenía razón.) En realidad, cuando me puse a escribir la carta, lo hice sin reflexionar
mayormente y hasta algunas de las hirientes frases parecían inmerecidas. Pero en ese momento, al
volver a pensar en todo lo que antecedió a la carta, recordé de pronto un sueño que tuve en alguna
de esas noches de borrachera: espiando desde un escondite me veía a mí mismo, sentado en una
silla en el medio de una habitación sombría, sin muebles ni decorados, y, detrás de mí, a dos
personas que se miraban con expresiones de diabólica ironía: una era María; la otra era Hunter.
Cuando recordé este sueño, una desconsoladora tristeza se apoderó de mí. Abandoné la
puerta del correo y comencé a caminar pesadamente.
Un tiempo después me encontré sentado en la Recoleta, en un banco que hay debajo de un
árbol gigantesco. Los lugares, los árboles, los senderos de nuestros mejores momentos empezaron a
transformar mis ideas. ¿ Qué era, al fin de cuentas, lo que yo tenía en concreto contra María? Los
mejores instantes de nuestro amor (un rostro de ella, una mirada tierna, el roce de su mano en mis
cabellos) comenzaron a apoderarse suavemente de mi alma, con el mismo cuidado con que se
recoge a un ser querido que ha tenido un accidente y que no puede sufrir la brusquedad más
insignificante. Poco a poco fui incorporándome, la tristeza fue cambiándose en ansiedad, el odio
contra María en odio contra mí mismo y mi aletarga-miento en una repentina necesidad de correr a mi
casa. A medida que iba llegando al taller fui dándome cuenta de lo que quería: hablar, llamarla por
teléfono a la estancia, en seguida, sin pérdida de tiempo. ¿Cómo no había pensado antes en esa
posibilidad?
Cuando me dieron la comunicación, casi no tenía fuerzas para hablar. Atendió un mucamo. Le
dije que necesitaba comunicarme sin pérdida de tiempo con la señora María. Al rato me atendió la
misma voz, para decirme que la señora me llamaría dentro de una hora, más o menos.
La espera me pareció interminable.
No recuerdo bien las palabras de aquella conversación por teléfono, pero sí recuerdo que en
vez de pedirle perdón por la carta (la causa que me había movido a hablar), concluí por decirle cosas
más fuertes que las contenidas en la carta. Claro que eso no sucedió irrazonablemente; la verdad es
que yo comencé hablándole con humildad y ternura, pero empezó a exasperarme el tono dolorido de
su voz y el hecho de que no respondiese a ninguna de mis preguntas precisas, según su hábito. El
diálogo, más bien mi monólogo, fue creciendo en violencia y cuanto más violento era, más dolorida
parecía ella y más eso me exasperaba, porque yo tenía plena conciencia de mi razón y de la
injusticia de su dolor. Terminé diciéndole a gritos que me mataría, que era una comediante y que
necesitaba verla en seguida, en Buenos Aires.
No contestó a ninguna de mis preguntas precisas, pero finalmente, ante mi insistencia y mis
amenazas de matarme, me prometió venir a Buenos Aires, al día siguiente, "aunque no sabía para
qué".
—Lo único que lograremos —agregó con voz muy débiles lastimarnos cruelmente, una vez
más.
—Si no venís, me mataré —repetí por fin—. Pensalo bien antes de tomar cualquier decisión.
Colgué el tubo sin agregar nada más, y la verdad es que en ese momento estaba decidido a
matarme si ella no venía a aclarar la situación. Quedé extrañamente satisfecho al decidirlo. "Ya verá",
pensé, como si se tratara de una venganza.
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