El Túnel
Ernesto Sábato
II
Como decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la
historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor.
Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que
quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los
hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de
carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de
mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que
advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está
desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con
la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre;
quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de
pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de
individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la
vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de
soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las
rodillas?
La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la
abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre
debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta
reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir
que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años,
cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un
sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo
cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir.
Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y
murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí
dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto
para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás.
Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay
algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los
actos de la vida?
Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna
especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la
leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las
explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la
historia de un crimen hasta el final.
Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero
como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante
s imple, pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me
hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en
particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA
SOLA PERSONA .
"¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de
ser leído por tantas personas? Éste es el género de preguntas que considero inútiles, y no obstante
hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis
más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una
asamblea de cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir?
Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté.
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