El Túnel
Ernesto Sábato
XXVII
Pensaba quedarme varios días en la estancia pero sólo pasé una noche. Al día siguiente de mi
llegada, apenas salió el sol, escapé a pie, con la valija y la caja. Esta actitud puede parecer una
locura, pero se verá hasta qué punto estuvo justificada.
Apenas nos separamos de Hunter y Mimí, fuimos adentro, subimos a buscar las presuntas
manchas y finalmente bajamos con mi caja de pintura y una carpeta de dibujos, destinada a simular
las manchas. Este truco fue ideado por María.
Los primos habían desaparecido, de todos modos. María comenzó entonces a sentirse de
excelente humor, y cuando caminamos a través del parque, hacia la costa, tenía verdadero
entusiasmo. Era una mujer diferente de la que yo había conocido hasta ese momento, en la tristeza
de la ciudad: más activa, más vital. Me pareció, también, que aparecía en ella una sensualidad
desconocida para mí, una sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba extrañamente
(extrañamente para mí, que tengo una sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación) con el
color de un tronco, de una hoja seca, de un bichito cualquiera, con la fragancia del eucalipto
mezclada al olor del mar. Y lejos de producirme alegría, me entristecía y desesperanzaba, porque
intuía que esa forma de María me era casi totalmente ajena y que, en cambio, de algún modo debía
pertenecer a Hunter o a algún otro.
La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a causa del rumor de las olas, que se
hacía a cada instante más perceptible. Cuando salimos del monte y apareció ante mis ojos el cielo de
aquella costa, sentí que esa tristeza era ineludible; era la misma de siempre ante la belleza, o por lo
menos ante cierto género de belleza. ¿Todos sienten así o es un defecto más de mi desgraciada
condición?
Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo estuvimos en silencio, oyendo el
furioso batir de las olas abajo, sintiendo en nuestros rostros las partículas de espuma que a veces
alcanzaban hasta lo alto del acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar el del Tintoretto en el
salvamento del sarraceno.
—Cuántas veces —dijo María— soñé compartir con vos este mar y este cielo.
Después de un tiempo, agregó:
—A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi
aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a
alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te soñé
muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta
pensé en buscarte y confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme, como me había equivocado una
vez, y esperé que de algún modo fueras vos el que buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te
llamaba cada noche, y llegué a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie de aquel
absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no pude decir nada más que una torpeza. Y cuando
huiste, dolorido por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca. Después vinieron
aquellos instantes de la plaza San Martín, en que creías necesario explicarme cosas, mientras yo
trataba de desorientarte, vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte
mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar que no entendía tus medías palabras,
tu mensaje cifrado.
Yo no decía nada. Herniosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza,
mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del
sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento
mágico no se volvería a repetir nunca. "Nunca más, nunca más", pensé, mientras empecé a
experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo.
Oí fragmentos: "Dios mío... muchas cosas en esta eternidad que estamos juntos... cosas
horribles... no sólo somos este paisaje, sino pequeños seres de carne y huesos, llenos de fealdad, de
insignificancia..."
El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto, la oscuridad fue total y el
rumor de las olas allá abajo adquirió sombría atracción: ¡Pensar que era tan fácil! Ella decía que
éramos seres llenos de fealdad e insignificancia; pero, aunque yo sabía hasta qué punto era yo
mismo capaz de cosas innobles, me desolaba el pensamiento de que también ella podía serlo, que
48