El Túnel
Ernesto Sábato
XXIV
La estación Allende es una de esas estaciones de campo con unos cuantos paisanos, un jefe
en mangas de camisa, una volanta y unos tarros de leche.
Me irritaron dos hechos: la ausencia de María y la presencia de un chofer.
Apenas descendí, se me acercó y me preguntó:
—¿ Usted es el señor Castel ?
—No —respondí serenamente—. No soy el señor Castel.
En seguida pensé que iba a ser difícil esperar en la estación el tren de vuelta; podría tardar
medio día o cosa así. Resolví, con malhumor, reconocer mi identidad.
—Sí —agregué, casi inmediatamente—, soy el señor Castel.
El chofer me miró con asombro.
—Tome —le dije, entregándole mi valija y mi caja de pintura.
Caminamos hasta el auto.
—La señora María ha tenido una indisposición —me explicó el hombre.
"¡Una indisposición!", murmuré con sorna. ¡Cómo conocía esos subterfugios! Nuevamente me
acometió la idea de volverme a Buenos Aires, pero ahora, además de la espera del tren había otro
hecho: la necesidad de convencer al chofer de que yo no era, efectivamente, Castel o, quizá, la
necesidad de convencerlo de que, si bien era el señor Castel, no era loco. Medité rápidamente en las
diferentes posibilidades que se me presentaban y llegué a la conclusión de que, en cualquier caso,
sería difícil convencer al chofer. Decidí dejarme arrastrar a la estancia. Además, ¿qué pasaría en
caso de volverme? Era fácil de prever porque sería la repetición de muchas situaciones anteriores:
me quedaría con mi rabia, aumentada por la imposibilidad de descargarla en María, sufriría
horriblemente por no verla, no podría trabajar, y todo en honor a una hipotética mortificación de
María. Y digo hipotética porque jamás pude comprobar si verdaderamente la mortificaban esa clase
de represalias.
Hunter tenía cierto parecido con Allende (creo haber dicho ya que son primos); era alto,
moreno, más bien flaco; pero de mirada escurridiza. "Este hombre es un abúlico y un hipócrita",
pensé. Este pensamiento me alegró (al menos así lo creí en ese instante).
Me recibió con una cortesía irónica y me presentó a una mujer flaca que fumaba con una
boquilla larguísima. Tenía acento parisiense, se llamaba Mimí Allende, era malvada y miope.
¿Pero dónde diablos se habría metido María? ¿Estaría indispuesta de verdad, entonces? Yo
estaba tan ansioso que me había olvidado casi de la presencia de esos entes. Pero al recordar de
pronto mi situación, me di bruscamente vuelta, en dirección a Hunter, para controlarlo. Es un método
que da excelentes resultados con individuos de este género.
Hunter estaba escrutándome con ojos irónicos, que trató de cambiar instantáneamente.
—María tuvo una indisposición y se ha recostado —dijo—. Pero creo que bajará pronto.
Me maldije mentalmente por distraerme: con aquella gente era necesario estar en constante
guardia; además, tenía el firme propósito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus
chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran utilidad con María. Me dispuse,
pues, a escuchar y ver y traté de hacerlo en el mejor estado de ánimo posible. Volví a pensar que me
alegraba el aspecto de general hipocresía de Hunter y la flaca. Sin embargo, mi estado de ánimo era
sombrío.
—Así que usted es pintor —dijo la mujer miope, mirándome con los ojos semicerrados, como
se hace cuando hay viento con tierra. Ese gesto, provocado seguramente por su deseo de mejorar la
miopía sin anteojos (como si con anteojos pudiera ser más fea) aumentaba su aire de insolencia e
hipocresía.
—Sí, señora —respondí con rabia. Tenía la certeza de que era señorita.
—Castel es un magnífico pintor —explicó el otro.
Después agregó una serie de idioteces a manera de elogio, repitiendo esas pavadas que los
críticos escribían sobre mí cada vez que había una exposición: "sólido", etcétera. No puedo negar
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