El Túnel
Ernesto Sábato
hombros y pensar que era preferible no meterse en rectificaciones. Vaciló, era natural; pero no me
corrigió.
Volviendo a la carta, reflexioné que había motivo para una cantidad de deducciones. Empecé
por el hecho más extraordinario: la forma de hacerme llegar la carta. Recordé el argumento que me
transmitió la mucama: "Que perdone, pero no tenía la dirección." Era cierto: ni ella me había pedido la
dirección ni a mí se me había ocurrido dársela; pero lo primero que yo habría hecho en su lugar era
buscarla en la guía de teléfonos. No era posible atribuir su actitud a una inconcebible pereza, y
entonces era inevitable una conclusión: María deseaba que yo fuera a la casa y me enfrentase con el
marido. Pero ¿por qué? En este punto se llegaba a una situación sumamente complicada: podía ser
que ella experimentara placer en usar al marido de intermediario; podía ser el marido el que
experimentase placer; podían ser los dos. Fuera de estas posibilidades patológicas quedaba una
natural: María había querido hacerme saber que era casada para que yo viera la inconveniencia de
seguir adelante.
Estoy seguro de que muchos de los que ahora están leyendo estas páginas se pronunciarán
por esta última hipótesis y juzgarán que sólo un hombre como yo puede elegir alguna de las otras. En
la época en que yo tenía amigos, muchas veces se han reído de mi manía de elegir siempre los
caminos más enrevesados: Yo me pregunto por qué la realidad ha de ser simple. Mi experiencia me
ha enseñado que, por el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece
extraordinariamente claro, una acción que al parecer obedece a una causa sencilla, casi siempre hay
debajo móviles más complejos. Un ejemplo de todos los días: la gente que da limosnas; en general,
se considera que es más generosa y mejor que la gente que no las da. Me permitiré tratar con el
mayor desdén esta teoría simplista. Cualquiera sabe que no se resuelve el problema de un mendigo
(de un mendigo auténtico) con un peso o un pedazo de pan: solamente se resuelve el problema
psicológico del señor que compra así, por casi nada, su tranquilidad espiritual y su título de generoso.
Júzguese hasta qué punto esa gente es mezquina cuando no se decide a gastar más de un peso por
día para asegurar su tranquilidad espiritual y la idea reconfortante y vanidosa de su bondad. ¡Cuánta
más pureza de espíritu y cuánto más valor se requiere para sobrellevar la existencia de la miseria
humana sin esta hipócrita (y usuaria) operación!
Pero volvamos a la carta.
Solamente un espíritu superficial podría quedarse con la misma hipótesis, pues se derrumba al
menor análisis. "María quería hacerme saber que era casada para que yo viese la inconveniencia de
seguir adelante." Muy bonito. Pero ¿por qué en ese caso recurrir a un procedimiento tan engorroso y
cruel? ¿No podría habérmelo dicho personalmente y hasta por teléfono? ¿No podría haberme escrito,
de no tener valor para decírmelo? Quedaba todavía un argumento tremendo: ¿por qué la carta, en
ese caso, no decía que era casada, corno yo lo podía ver, y no rogaba que tomara nuestras
relaciones en un sentido más tranquilo? No, señores. Por el contrario, la carta era una carta
destinada a consolidar nuestras relaciones, a alentarlas y a conducirlas por el camino más peligroso.
Quedaban, al parecer, las hipótesis patológicas. ¿ Era posible que María sintiera placer en
emplear a Allende de intermediario? ¿O era él quien buscaba esas oportunidades? ¿O el destino se
había divertido juntando dos seres semejantes?
De pronto me arrepentí de haber llegado a esos extremos, con mi costumbre de analizar
indefinidamente hechos y palabras. Recordé la mirada de María fija en el árbol de la plaza, mientras
oía mis opiniones; recordé su timidez, su primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella
comenzó a invadirme: Me pareció que era una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de
fealdad y miseria. Sentí lo que muchas veces había sentido desde aquel momento del salón: que era
un ser semejante a mí.
Olvidé mis áridos razonamientos, mis deducciones feroces. Me dediqué a imaginar su rostro,
su mirada —esa mirada que me recordaba algo que no podía precisar—, su forma profunda y
melancólica de razonar. Sentí que el amor anónimo que yo había alimentado durante años de
soledad se había concentrado en María. ¿Cómo podía pensar cosas tan absurdas ?
Traté de olvidar, pues, todas mis estúpidas deducciones acerca del teléfono, la carta, la
estancia, Hunter.
Pero no pude.
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