El Túnel
Ernesto Sábato
—Acá está la carta —dijo con sencillez, como si no tuviera nada de extraordinario.
Tomé la carta e iba a guardarla cuando el ciego agregó, como si hubiera visto mi actitud:
—Léala, no más. Aunque siendo de María no debe de ser nada urgente.
Yo temblaba. Abrí el sobre, mientras él encendía un cigarrillo, después de haberme ofrecido
uno. Saqué la carta; decía una sola frase:
Yo también pienso en usted.
MARÍA
Cuando el ciego oyó doblar el papel, preguntó:
—Nada urgente, supongo.
Hice un gran esfuerzo y respondí:
—No, nada urgente.
Me sentí una especie de monstruo, viendo sonreír al ciego, que me miraba con los ojos bien
abiertos.
—Así es María —dijo, como pensando para sí—. Muchos confunden sus impulsos con
urgencias. María hace, efectivamente, con rapidez, cosas que no cambian la situación. ¿ Cómo le
explicaré?
Miró abstraído hacia el suelo, como buscando una explicación más dará. Al rato, dijo:
—Como alguien que estuviera parado en un desierto y de pronto cambiase de lugar con gran
rapidez. ¿Comprende? La velocidad no importa, siempre se está en el mismo paisaje. Fumó y pensó
un instante más, como si yo no estuviera. Luego agregó:
—Aunque no sé si es esto, exactamente. No tengo mucha habilidad para las metáforas.
No veía el momento de huir de aquella sala maldita. Pero el ciego no parecía tener apuro.
"¿Qué abominable comedia es esta?", pensé.
—Ahora, por ejemplo —prosiguió Allende—, se levanta temprano y me dice que se va a la
estancia.
—¿A la estancia? —pregunté inconscientemente.
—Sí, a la estancia nuestra. Es decir, a la estancia de mi abuelo. Pero ahora está en manos de
mi primo Hunter. Supongo que lo conoce.
Esta nueva revelación me llenó de zozobra y al mismo tiempo de despecho: ¿ qué podría
encontrar María en ese imbécil mujeriego y cínico? Traté de tranquilizarme, pensando que ella no iría
a la estancia por Hunter sino, simplemente, porque podría gustarle la soledad del campo y porque la
estancia era de la familia. Pero quedé muy triste.
—He oído hablar de él —dije, con amargura. Antes de que el ciego pudiese hablar agregué,
con brusquedad:
—Tengo que irme.
—Caramba, cómo lo lamento —comentó Allende—. Espero que volvamos a vernos.
—Sí, sí, naturalmente —dije.
Me acompañó hasta la puerta. Le di la mano y salí corriendo. Mientras bajaba en el ascensor,
me repetía con rabia: "¿Qué abominable comedia es ésta?"
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