El Túnel
Ernesto Sábato
XI
Pasé una noche agitada. No pude dibujar ni pintar, aunque intenté muchas veces empezar
algo. Salí a caminar y de pronto me encontré en la calle Corrientes. Me pasaba algo muy extraño:
miraba con simpatía a todo el mundo. Creo haber dicho que me he propuesto hacer este relato en
forma totalmente imparcial y ahora daré la primera prueba, confesando uno de mis peores defectos:
siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo a la gente amontonada;
nunca he soportado las playas en verano. Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me fueron
muy queridos, por otros sentí admiración (no soy envidioso), por otros tuve verdadera simpatía; por
los chicos siempre tuve ternura y compasión (sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental,
trataba de olvidar que al fin serían hombres como los demás); pero, en general, la humanidad me
pareció siempre detestable. No tengo inconvenientes en manifestar que a veces me impedía comer
en todo el día o me impedía pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increíble
hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez y, en general, todo ese
conjunto de atributos que forman la condición humana pueden verse en una cara, en una manera de
caminar, en una mirada. Me parece natural que después de un encuentro así uno no tenga ganas de
comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de esta
característica: sé que es una muestra de soberbia y sé, también, que mi alma ha albergado muchas
veces la codicia, la petulancia, la avidez y la grosería. Pero he dicho que me propongo narrar esta
historia con entera imparcialidad, y así lo haré.
Esa noche, pues, mi desprecio por la humanidad parecía abolido o, por lo menos,
transitoriamente ausente. Entré en el café Marzotto. Supongo que ustedes saben que la gente va allí
a oír tangos, pero a oírlos como un creyente en Dios oye La pasión según San Mateo.
21