Porque sí, pensó Ralph, porque sí, porque sí... El rugido de las olas contra el arrecife
llegaba ahora desde muy lejos.
- Se lo dirán en el aeropuerto.
Piggy movió la cabeza, se puso las gafas, que reflejaban el sol, y miró a Ralph.
- Allí no se va a enterar de nada. ¿No oíste lo que dijo el piloto? Lo de la bomba
atómica. Están todos muertos.
Ralph salió del agua, se paró frente a Piggy y pensó en aquel extraño problema.
Piggy volvió a insistir.
- ¿Estamos en una isla, verdad?
- Me subí a una roca - dijo Ralph muy despacio -, y creo que es una isla.
- Están todos muertos - dijo Piggy -, y esto es una isla. Nadie sabe que estamos aquí.
No lo sabe tu padre; nadie lo sabe...
Le temblaron los labios y una neblina empañó sus gafas.
- Puede que nos quedemos aquí hasta la muerte.
Al pronunciar esa palabra pareció aumentar el calor hasta convertirse en una carga
amenazadora, y la laguna les atacó con un fulgor deslumbrante.
- Voy por mi ropa - murmuró Ralph -, está ahí.
Corrió por la arena, soportando la hostilidad del sol; cruzó la plataforma hasta encontrar
su ropa, esparcida por el suelo. Llevar de nuevo la camisa gris producía una extraña
sensación de alivio. Luego alcanzó la plataforma y se sentó a la sombra verde de un
tronco cercano. Piggy trepó también, casi toda su ropa bajo el brazo. Se sentó con
cuidado en un tronco caído, cerca del pequeño risco que miraba a la laguna. Sobre él
temblaba una malla de reflejos.
Reanudó la conversación.
- Hay que buscar a los otros. Tenemos que hacer algo.
Ralph no dijo nada. Se encontraban en una isla de coral. Protegido del sol, ignorando el
presagio de las palabras de Piggy, se entregó a sueños alegres.
Piggy insistió.
- ¿Cuántos somos?
Ralph dio unos pasos y se paró junto a Piggy.
- No lo sé.
Aquí y allá, ligeras brisas serpeaban por las aguas brillantes, bajo la bruma del calor.
Cuando alcanzaban la plataforma, la fronda de las palmeras susurraba y dejaba pasar
manchas borrosas de luz que se deslizaban por los dos cuerpos o atravesaban la sombra
como objetos brillantes y alados.
Piggy alzó la cabeza y miró a Ralph. Las sombras sobre la cara de Ralph estaban
invertidas: arriba eran verdes, más abajo resplandecían por efecto de la laguna. Uní
mancha de sol se arrastraba por sus cabellos.
- Tenemos que hacer algo.
Ralph le miró sin verle. Allí, al fin, se encontraba aquel lugar que uno crea en su
imaginación, aunque sin forma del todo concreta, saltando al mundo de la realidad. Los
labios de Ralph se abrieron en una sonrisa de deleite, y Piggy, tomando esa sonrisa como
señal de amistad, rió con alegría.
- Si de veras es una isla...
- ¿Qué es eso?
Ralph había dejado de sonreír y señalaba hacia la laguna. Algo de calor cremoso
resaltaba entre las algas.
- Una piedra.
- No. Un caracol.
Al instante, Piggy se sintió prudentemente excitado.
- ¡Es verdad! ¡Es un caracol! Ya he visto antes uno de esos. En casa de un chico; en la
pared. Lo llamaba caracola y la soplaba para llamar a su madre. ¡No sabes lo que valen!