EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 66

lloriqueo de Robert, que se limpió la cara con un brazo sucio y se esforzó por recobrar su dignidad. - ¡Ay, mi trasero! Se frotó dolorido. Jack se volvió: - Fue un juego divertido. - Era sólo un juego - dijo Ralph, incómodo -. Menudo daño me hicieron una vez jugando al rugby. - Deberíamos tener un tambor - dijo Maurice -, así podríamos hacerlo como es debido. Ralph lo miró. - ¿Y cómo es eso? - No sé... Se necesita un fuego, creo, y un tambor, y vas guardando el compás con el tambor. - Lo que se necesita es un cerdo - dijo Roger -, como en las cacerías de verdad. - O alguien que haga de cerdo - dijo Ralph -. Alguien se podría disfrazar de cerdo y luego representar..., ya sabes, fingir que me tiraba al suelo y todo lo demás... - Lo que se necesita es un cerdo de verdad - dijo Robert, que se frotaba aún atrás -, porque tenéis que matarle. - Podemos usar a uno de los peques - dijo Jack, y todos rieron. Ralph se incorporó. - Bueno, a este paso no vamos a encontrar lo que buscamos. Uno a uno se levantaron, arreglándose los harapos. Ralph miró a Jack. - Ahora, a la montaña. - ¿No deberíamos volver con Piggy - dijo Maurice - antes de que anochezca? Los mellizos asintieron como si fuesen un solo muchacho. - Sí eso. Podemos subir por la mañana. Ralph miró a lo lejos y vio el mar. - Tenemos que prender la hoguera otra vez. - No tenemos las gafas de Piggy - dijo Jack -, así que no se puede. - Pues entonces veremos si en la montaña hay algo. Maurice, indeciso, no queriendo parecer un gallina, dijo: - ¿Y si está la fiera? Jack blandió su lanza. - La matamos. El sol parecía algo más fresco. Jack cortó el aire con la lanza. - ¿A qué esperamos? - Supongo - dijo Ralph - que si seguimos por aquí, junto al mar, llegaremos al pie del terreno quemado y desde allí podemos trepar a la montaña. Una vez más les guió Jack a lo largo del aquel mar que absorbía y expelía sus aguas cegadoras. Una vez más soñó Ralph, dejando que sus hábiles pies se ocupasen de las irregularidades del camino. Sin embargo, sus pies parecían aquí menos hábiles que antes. La mayor parte del camino lo tuvieron que recorrer pegados a la desnuda roca, junto al agua, y se vieron obligados a avanzar de lado entre aquélla y la oscura exuberancia del bosque. Tenían que escalar pequeños acantilados, algunos de los cuales habían de servir como senderos, largos pasajes en los que se usaban tanto las manos como los pies. Pisaban rocas recién mojadas por las olas, para saltar sobre los transparentes charcos formados por la marea. Llegaron a una hondonada que, como una trinchera, partía la estrecha banda de playa. Parecía no tener fondo; con asombro, observaron la oscura hendidura, donde borboteaba el agua. En ese momento regresó la ola, la hondonada hirvió ante sus ojos y saltó espuma hasta las mismas trepadoras, dejando a los muchachos empapados y gritando. Trataron de continuar por el bosque, pero era demasiado espeso y las plantas se entretejían como un nido de pájaros. Al fin tuvieron que decidirse a ir saltando uno a uno, esperando hasta que descendía el agua; y aún así, algunos recibieron un segundo remojón. A partir de allí las rocas se hacían cada vez más intransitables, así que se sentaron durante un rato, mientras se secaban sus