EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 6

dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillándole de alegría los ojos. - Ralph... El muchacho gordo bajó a la terraza de palmeras y se sentó cuidadosamente en su borde. - Oye, perdona que haya tardado tanto. La fruta esa... Se limpió las gafas y las ajustó sobre su corta naricilla. La montura había marcado una V profunda y rosada en el caballete. Observó con mirada crítica el cuerpo dorado de Ralph y después miró su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera. - Mi tía... Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el anorak por la cabeza. - ¡Ya está! Ralph le miró de reojo y siguió en silencio. - Supongo que necesitaremos saber los nombres de todos - dijo el gordito - y hacer una lista. Debíamos tener una reunión. Ralph no se dio por enterado, por lo que el otro muchacho se vio obligado a seguir. - No me importa lo que me llamen - dijo en tono confidencial -, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio. Ralph manifestó cierta curiosidad. - ¿Y qué es lo que te llamaban? El muchacho dirigió una mirada hacia atrás; después se inclinó hacia Ralph. Susurró: - Me llamaban «Piggy». Ralph estalló en una carcajada y, de un salto, se puso en pie. - ¡Piggy! ¡Piggy! - ¡Ralph..., por favor! Piggy juntó las manos, lleno de temor. - Te dije que no quería... - ¡Piggy! ¡Piggy! Ralph salió bailando al aire cálido de la playa y regresó imitando a un bombardero, con las alas hacia atrás, que ametrallaba a Piggy. - ¡Ta-ta-ta-ta-ta! Se lanzó en picado sobre la arena a los pies de Piggy y allí tumbado volvió a reírse. - ¡Piggy! Piggy sonrió de mala gana, no descontento a pesar de todo, porque aquello era como una señal de acercamiento. - Mientras no se lo digas a nadie más... Ralph dirigió una risita tonta a la arena. Piggy volvió a quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una expresión de dolor. - Un segundo. Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se levantó y caminó a brincos hacia su derecha. Allí, un rasgo rectangular del paisaje interrumpía bruscamente la playa: una gran plataforma de granito rosa cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecón saliente de casi metro y medio de altura. Lo cubría una delgada capa de tierra y hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tenían éstas suficiente tierra para crecer, y cuando alcanzaban unos seis metros se desplomaban y acababan secándose. Sus troncos, en complicado dibujo, creaban un cómodo lugar para asiento. Las palmeras que aún seguían en pie formaban un techo verde recubierto por los cambiantes reflejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las sombras sobre su cuerpo eran en realidad verdes. Se abrió camino hasta el borde de la plataforma, del lado del océano, y allí se detuvo a contemplar el mar a sus pies. Estaba tan claro que podía verse su fondo, y brillaba con la