La risa burlona que se produjo indicaba miedo y censura. Simón abrió la boca para
decir algo, pero Ralph tenía la caracola, de modo que se retiró a su asiento. Cuando la
asamblea se apaciguó, Ralph se volvió hacia
Piggy
- ¿Qué más, Piggy?
- Había otro. Ese.
Los peques empujaron a Percival hacia adelante y le dejaron solo. Estaba en el centro,
con la hierba hasta las rodillas, y miraba a sus ocultos píes, tratando de hacerse la ilusión
de hallarse dentro de una tienda de campaña. Ralph se acordó de otro niño que había
adoptado aquella misma postura y apartó rápidamente aquel recuerdo. Había alejado de
sí aquel pensamiento, había conseguido retirarlo de su vista, pero ante un recuerdo tan
rotundo como este volvía a la superficie. No habían vuelto a hacer recuento de los niños,
en parte porque no había manera de asegurarse que en él quedaran todos incluidos, y en
parte porque Ralph conocía la respuesta a una, por lo menos, de las preguntas que Piggy
formulase en la cima de la montaña. Había niños pequeños, rubios, morenos, con pecas,
y todos ellos sucios, pero observaba siempre con espanto que ninguno de esos rostros
tenía un defecto especial. Nadie había vuelto a ver la mancha de nacimiento morada.
Pero Piggy había estado tan insistente aquel día, había estado tan dominante al
interrogar... Admitiendo tácitamente que recordaba aquello que no podía mencionarse,
Ralph hizo un gesto a Piggy.
- Venga. Pregúntale.
Piggy se arrodilló con la caracola en las manos.
- Vamos a ver, ¿cómo te llamas?
El niño se fue acurrucando en su tienda de campaña. Piggy, derrotado, se volvió hacia
Ralph, que dijo con severidad:
- ¿Cómo te llamas?
Aburrida por el silencio y la negativa, la asamblea prorrumpió en un sonsonete:
- ¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas?
- ¡A callar!
Ralph contempló al muchacho en el crepúsculo.
- Ahora dinos, ¿cómo te llamas?
- Percival Wemys Madison, La Vicaría, Harcourt St. Anthony, Hants, teléfono, teléfono,
telé...
El pequeño, como si aquella información estuviese profundamente enraizada en las
fuentes del dolor, se echó a llorar. Empezó con pucheros, después las lágrimas le saltaron
a los ojos y sus labios se abrieron mostrando un negro agujero cuadrado. Pareció al
principio una imagen muda del dolor, pero después dejó salir un lamento fuerte y
prolongado como el de la caracola.
- ¿Te quieres callar? ¡Cállate!
Pero Percival Wemys Madison no quería callar. Habían perforado un manantial que no
cedía ni a la autoridad ni a la presión física. Gemido tras gemido continuó su llanto, que
parecía haber clavado al niño, derecho como una estaca, al suelo.
- ¡Cállate! ¡Cállate!
Los peques habían roto el silencio. Recordaban también sus propias penas y quizá
sintiesen que compartían un dolor universal. Se unieron en simpatía a Percival en su
llanto; dos de ellos, sollozando casi tan fuerte.
Maurice fue la salvación. Gritó:
- ¡Miradme!
Fingió caerse. Se frotó el trasero y se sentó en el tronco columpio hasta conseguir
caerse sobre la hierba. No era un gran payaso, pero logró que Percival y los otros se
fijaran en él, suspirasen y empezaran a reírse. Al cabo de un rato reían tan cómicamente
que hasta los mayores se unieron a ellos.