agua brillante. Lloraban por sus madres mucho menos de lo que podía haberse esperado;
estaban muy morenos y asquerosamente sucios. Obedecían a las llamadas de la
caracola, en parte porque era Ralph quien llamaba y tenía los años suficientes para
enlazar con el mundo adulto de la autoridad, y en parte porque les divertía el espectáculo
de las asambleas. Pero aparte de esto, rara vez se ocupaban de los mayores, y su
apasionada vida emocional y gregaria era algo que sólo a ellos pertenecía.
Habían construido castillos en la arena, junto a la barra del riachuelo. Estos castillos
tenían como un pie de altura y estaban adornados con conchas, flores marchitas y piedras
curiosas. Alrededor de los castillos crearon un complejo sistema de señales, caminos,
tapias y líneas ferroviarias que sólo tenían sentido si se las observaba con la vista a ras
del suelo. Allí jugaban los peques, si no completamente felices, al menos con absorta
atención; y a menudo grupos de hasta tres se unían en un mismo juego.
En este momento tres de ellos jugaban en aquel lugar. Henry era el mayor. Y era
también pariente lejano de aquel otro chico de la mancha en el rostro a quien nadie había
vuelto a ver desde la tarde del gran incendio; pero no tenía los años suficientes para
comprender bien lo sucedido, y si alguien le hubiese dicho que el otro niño se había vuelto
a su casa en avión lo habría aceptado sin queja o duda.
En cierto modo Henry hacía de jefe esa tarde, pues los otros dos, Percival y Johnny,
eran los más pequeños de la isla. Percival, de pelo parduzco, nunca había sido muy
guapo, ni siquiera para su propia madre. Johnny, un niño rubio, bien formado, era de una
Kplimsidad innata. Ahora se comportaba dócilmente porque estaba interesado en el
juego; y los tres niños, arrodillados en la arena, se encontraban en completa paz.
Roger y Maurice salieron del bosque. Su turno ante la hoguera había terminado y
bajaban ahora a nadar. Roger, que iba delante, pasó a través de los castillos; los
derrumbó a patadas, enterró las flores y esparció las piedras escogidas con tanto cuidado.
Le siguió Maurice, riendo y aumentando la devastación. Los tres peques abandonaron su
juego y alzaron los ojos. Pero ocurrió que las señales que les tenían ocupados en ese
momento no habían sufrido daño, de modo que no protestaron. Percival fue el único que
empezó a sollozar, por la arena que se le había metido en los ojos, y Maurice optó por
alejarse rápidamente. En su otra vida, Maurice habría sido castigado por llenar de arena
unos ojos más jóvenes que los suyos. Ahora, aunque no se encontraba presente ningún
padre que dejase caer sobre él una mano airada, sintió de todos modos la desazón del
delito. Empezaron a conformarse en los repliegues de su mente los esbozos inseguros de
una excusa. Murmuró algo acerca de un baño y se alejó a rápidos saltos.
Roger se quedó atrás observando a los pequeños. No parecía más bronceado por el
sol que el día en que cayeron en la isla, pero las greñas de pelo negro, que le cubrían la
nuca y le ocultaban la frente, parecían complementar su cara triste y transformaban en
algo temible lo que antes había parecido una insociable altanería. Percival dejó de
sollozar y volvió a sus juegos, pues las lágrimas le habían librado de la arena. Johnny le
miró con ojos de un azul porcelana; luego comenzó a arrojar al aire una lluvia de arena y
pronto empezó de nuevo el lloriqueo de Percival.
Cuando Henry se cansó de jugar y comenzó a vagar por la playa, Roger le siguió,
caminando tranquilamente bajo las palmeras en la misma dirección. Henry marchaba a
cierta distancia de las palmeras y la sombra porque aún era demasiado joven para
protegerse del sol. Bajó hasta la playa y se entretuvo jugando al borde del agua.
La gran marea del Pacífico se disponía ya a subir y a cada pocos segundos las aguas
de la laguna, relativamente tranquilas, se alzaban y avanzaban un par de centímetros.
Ciertas criaturas habitaban en aquella última proyección del mar, seres diminutos y
transparentes que subían con el agua a husmear en la cálida y seca arena. Con
impalpables órganos sensorios examinaban este nuevo territorio. Quizás hallasen ahora