Ralph agitó la caracola en el aire.
- ¡Basta! ¡Esperad! ¡Escuchadme!
Prosiguió cuando hubo silencio, alentado por el triunfo.
- Hay algo más. Podemos ayudarles para que nos encuentren. Si se acerca un barco a
la isla, puede que no nos vea. Así que tenemos que lanzar humo desde la cumbre de la
montaña. Tenemos que hacer una hoguera,
- ¡Una hoguera! ¡Vamos a hacer una hoguera!
Al instante, la mitad de los muchachos estaban ya en pie. Jack vociferaba entre ellos,
olvidada por todos la caracola.
- ¡Venga! ¡Seguidme!
El espacio bajo las palmeras se llenó de ruido y movimiento. Ralph estaba también de
pie, gritando que se callasen, pero nadie le oía. En un instante el grupo entero corría
hacia el interior de la isla y todos, tras Jack, desaparecieron. Hasta los más pequeños se
pusieron en marcha, luchando contra la hojarasca y las ramas partidas como mejor
pudieron. Ralph, sosteniendo la caracola en las manos, se había quedado solo con Piggy.
Piggy respiraba ya casi con normalidad.
- ¡Igual que unos críos! - dijo con desdén -. ¡Se portan como una panda de críos!
Ralph le miró inseguro y colocó la caracola sobre un tronco.
- Te apuesto a que ya han pasado las cinco - dijo Piggy -. ¿Qué crees que van a hacer
en la montaña?
Acarició la caracola con respeto, luego se quedó quieto y alzó los ojos.
- ¡Ralph! ¡Oye! ¿A dónde vas?
Ralph trepaba ya por las primeras huellas de vegetación aplastada que marcaban la
desgarradura del terreno. Las risas y el ruido de pisadas sobre el ramaje se oían a lo
lejos.
Piggy le miró disgustado.
- Igual que una panda de críos...
Suspiró, se agachó y se ató los cordones de los zapatos. El ruido de la errática
asamblea se alejaba hacia la montaña. Piggy, con la expresión sufrida de un padre que se
ve obligado a seguir la loca agitación de sus hijos, asió la caracola y se dirigió hacia la
selva, abriéndose paso a lo largo de la franja destrozada.
En la ladera opuesta de la montaña había una plataforma cubierta por el boscaje.
Ralph, una vez más, se vio esbozando el mismo gesto circular con las manos.
- Podemos coger toda la leña que queramos allá abajo.
Jack asintió con la cabeza y dio un tirón a su labio. La arboleda que se ofrecía a unos
treinta metros bajo ellos, en el lado más pendiente de la montaña, parecía ideada para
proveer de combustible. Los árboles crecían fácilmente bajo el húmedo calor, pero
disponían de insuficiente tierra para crecer plenamente y pronto se desplomaban para
desintegrarse; las trepadoras los envolvían y nuevos retoños buscaban camino hacia lo
alto.
Jack se volvió a los muchachos del coro, que aguardaban preparados a obedecer.
Llevaban las gorras negras inclinadas sobre una oreja, como boinas.
- Venga. Vamos a formar una pila.
Buscaron el camino más cómodo de descenso y, una vez allí, comenzaron a recoger
leña. Los chicos más pequeños lograron alcanzar la cima y se deslizaron también hacia
aquel lugar; pronto todos excepto Piggy estaban ocupados en algo. La mayor parte de la
madera estaba tan podrida que cuando tiraban de ella se deshacía en una lluvia de
astillas, gusanos y residuos; pero lograron sacar algunos troncos en una sola pieza. Los
mellizos, Sam y Eric, fueron los primeros en conseguir un buen leño, pero no pudieron
hacer nada con él hasta que Ralph, Jack, Simon, Roger y Maurice se abrieron sitio para
echar una mano. Subieron aquella cosa grotesca y muerta monte arriba y la dejaron caer
en la cima. Cada grupo de chicos añadía su parte, grande o pequeña, y la pila crecía. Al