Un niño que vestía los restos de una gorra negra sobre su pelo rojo y de cuya cintura
pendían unas gafas rotas se adelantó unos pasos, pero cambió de parecer y permaneció
donde estaba.
- Vimos vuestro fuego. ¿Así que no sabéis cuántos sois?
- No, señor.
- Me parece - dijo el oficial, pensando en el trabajo que le esperaba para contar a todos
-. Me parece a mí que para ser ingleses..., sois todos ingleses, ¿no es así?..., no ofrecéis
un espectáculo demasiado brillante que digamos.
- Lo hicimos bien al principio - dijo Ralph -, antes de que las cosas... Se detuvo.
- Estábamos todos juntos entonces... El oficial asintió amablemente.
- Ya sé. Como buenos ingleses. Como en la Isla de Coral.
Ralph le miró sin decir nada. Por un momento volvió a sentir el extraño encanto de las
playas. Pero ahora la isla estaba chamuscada como leños apagados. Simón había muerto
y Jack había... Las lágrimas corrieron de sus ojos y los sollozos sacudieron su cuerpo. Por
vez primera en la isla se abandonó a ellos; eran espasmos violentos de pena que se
apoderaban de todo su cuerpo. Su voz se alzó bajo el negro humo, ante las ruinas de la
isla, y los otros muchachos, contagiados por los mismos sentimientos, comenzaron a
sollozar también. Y en medio de ellos, con el cuerpo sucio, el pelo enmarañado y la nariz
goteando, Ralph lloró por la pérdida de la inocencia, las tinieblas del corazón del hombre y
la caída al vacío de aquel verdadero y sabio amigo llamado Piggy.
El oficial, rodeado de tal expresión de dolor, se conmovió algo incómodo. Se dio la
vuelta para darles tiempo de recobrarse y esperó, dirigiendo la mirada hacia el espléndido
crucero, a lo lejos.
FIN