EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 112

Ralph se echó hacia arras la melena y se limpió el sudor de su mejilla sana. En voz alta, se dijo: - Piensa. ¿Qué sería lo más sensato? Ya no estaba Piggy para aconsejarle. Ya no había asambleas solemnes donde entablar debates, ni contaba con la dignidad de la caracola. - Piensa. Lo que ahora más temía era aquella cortinilla que le cerraba la mente y le hacía perder el sentido del peligro hasta convertirle en un bobo. Una tercera solución podría ser esconderse tan bien que la línea le pasara sin descubrirle. Alzó bruscamente la cabeza y escuchó. Había que prestar atención ahora a un nuevo ruido: un ruido profundo y amenazador, como si el bosque mismo se hubiera irritado con él, un ruido sombrío, junto al cual el ulular de antes se veía sofocado por su intensidad. Sabía que no era la primera vez que lo oía, pero no tenía tiempo para recordar. Romper la línea. Un árbol. Esconderse y dejarles pasar. Un grito más cercano le hizo ponerse en pie y echar de nuevo a correr con todas sus fuerzas entre espinos y zarzas. Se halló de improviso en el claro, de nuevo en el espacio abierto, y allí estaba la insondable sonrisa de la calavera, que ahora no dirigía su sarcástica mueca hacia un trozo de cielo, profundamente azul, sino hacia una nube de humo. Al instante Ralph corrió entre los árboles, comprendiendo al fin el tronar del bosque. Usaban el humo para hacerle salir, prendiendo fuego a la isla. Era mejor esconderse que subirse a un árbol, porque así tenía la posibilidad de romper la línea y escapar si le descubrían. Así, pues, a esconderse. Se preguntó si un jabalí estaría de acuerdo con su estrategia, y gesticuló sin objeto. Buscaría el matorral más espeso, el agujero más oscuro de la isla y allí se metería. Ahora, al correr, miraba en torno suyo. Los rayos de sol caían sobre él como charcos de luz y el sudor formó surcos en la suciedad de su cuerpo. Los gritos llegaban ahora desde lejos, más tenues. Encontró por fin un lugar que le pareció adecuado, aunque era una solución desesperada. Allí, los matorrales y las trepadoras, profundamente enlazadas, formaban una estera que impedía por completo el paso de la luz del sol. Bajo ella quedaba un espacio de quizá treinta centímetros de alto, aunque atravesado todo él por tallos verticales. Si se arrastraba hasta el centro de aquello estaría a unos cuatro metros del borde y oculto, a no ser que al salvaje se le ocurriese tirarse al suelo allí para buscarle; pero, aun así, estaría protegido por la oscuridad, y, si sucedía lo peor y era descubierto, podría arrojarse contra el otro, desbaratar la línea y regresar corriendo. Con cuidado y arrastrando la lanza, Ralph penetró a gatas entre los tallos erguidos. Cuando alcanzó el centro de la estera se echó a tierra y escuchó. El fuego se propagaba y el rugido que le había parecido tan lejano se acercaba ahora. ¿No era verdad que el fuego corre más que un caballo a galope? Podía ver el suelo, salpicado de manchas de sol, hasta una distancia de quizá cuarenta metros, y mientras lo contemplaba, las manchas luminosas le pestañeaban de una manera tan parecida al aleteo de la cortinilla en su mente que por un momento pensó que el movimiento era imaginación suya. Pero las manchas vibraron con mayor rapidez, perdieron fuerza y se desvanecieron hasta permitirle ver la gran masa de humo que se interponía entre la isla y el sol. Quizás fuesen Samyeric quienes mirasen bajo los matorrales y lograsen ver un cuerpo humano. Seguramente fingirían no haber visto nada y no le delatarían. Pegó la mejilla