EL SEÑOR DE LAS MOSCAS | Page 105

- Acababa de bajar para... Emanaba de él ese horror que infunde el verdugo. El Jefe no le dijo más y volvió su mirada hacia Samy-eric. - Tenéis que entrar en la tribu. - Suéltame... -...y a mí. El Jefe arrebató una de las pocas lanzas que quedaban y con ella sacudió las costillas a Sam. - ¿Qué es lo que te proponías, eh? - dijo el enfurecido Jefe -. ¿Qué es eso de venir aquí con lanzas? ¿Qué es eso de negarte A entrar en mi tribu, eh? Los movimientos de la lanza se sucedían rítmicamente. Sam gritó: - ¡Así no se juega! Roger pasó junto al jefe y estuvo a punto de empujarle con el hombro. Los gritos cesaron; Samyeric, tendidos en el suelo, alzaban los ojos en mudo terror. Roger se acercó a ellos como quien esgrime una misteriosa autoridad. Ralph se había detenido en un soto a examinar sus heridas. La parte afectada cubría varios centímetros del lado derecho del tórax, y una herida inflamada y ensangrentada señalaba el lugar donde la lanza le había alcanzado. Tenía la melena cubierta de suciedad y los mechones de pelo se enredaban como los zarcillos de una trepadora. Se había producido arañazos y erosiones en todo el cuerpo durante su huida por el bosque. Cuando por fin recobró el aliento decidió que el cuidado de sus heridas habría de esperar. ¿Cómo iba a oír el paso de unos pies descalzos si se encontraba chapuzándose en el agua? ¿Cómo iba a estar a salvo junto al arroyuelo o en la playa abierta? Escuchó atentamente. No se hallaba muy lejos del Peñón del Castillo. En los primeros momentos de pánico creyó oír el ruido de la persecución, pero no había sido más que una breve incursión de los cazadores por los bordes de la zona boscosa, quizá en busca de las lanzas perdidas, porque al poco rato corrieron de vuelta hacia la soleada roca como si les hubiese aterrado la oscuridad detrás de los ojos, con ambas manos, el pelo. El cráneo y su propio rostro se encontraban casi al mismo nivel; los dientes se mostraban en una sonrisa, y las vacías cuencas parecían sujetar, como por magia, la mirada de Ralph. ¿Qué era aquello? El cráneo le contemplaba como alguien que conoce todas las respuestas, pero se niega a revelarlas. Se vio sobrecogido de pánico e ira febriles. Golpeó con furia aquella cosa asquerosa que se balanceaba frente a él como un juguete y volvía a su sitio siempre con la misma sonrisa, obligando a Ralph a asestarle nuevos golpes y a gritarle sus insultos. Se detuvo para frotarse los nudillos lastimados y contemplar la estaca vacía, mientras el cráneo, partido en dos, le sonreía aún desde el suelo a dos metros. Arrancó la temblorosa estaca y a modo de lanza lo interpuso entre él y los blancos trozos. Después se apartó poco a poco, sin desviar la mirada de aquel cráneo que sonreía al cielo. Cuando el verde resplandor del horizonte desapareció y llegó la noche, Ralph regresó al soto frente al Peñón del Castillo. Al asomarse comprobó que la cima aún estaba ocupada y que el vigilante, quienquiera que fuese, tenía su lanza preparada. Se arrodilló entre las sombras, con una amarga sensación de soledad. Eran salvajes, desde luego, pero eran personas como él. Y en aquellos momentos los escondidos terrores de la profunda noche emprendían su camino. Ralph gimió quedamente. A pesar de su agotamiento, el temor a la tribu no le permitía cobijarse en el descanso ni el sueño. ¿No sería posible penetrar osadamente en la fortaleza, decir «vengo en son de paz», sonreír y dormir en compañía de los otros? ¿No podría actuar como si aún fueran niños, colegiales que en otro tiempo decían cosas como «Señor, sí, señor» y llevaban gorras de uniforme? La respuesta del sol mañanero quizá hubiera sido «sí», pero la oscuridad y el terror de la muerte decían «no». Allí tumbado, en la oscuridad, comprendió que era un desterrado.