¨El Misterio de Belicena Villca¨
estuve nunca en la misteriosa mansión. Incluso llegué a sospechar que los Iniciados de la Orden Negra se reunirían en otro sitio, pues jamás hubo nadie más que nosotros dos durante los dos años que frecuenté la casa. Pero esa vez sería diferente.
Como si fuera la repetición de un Ritual, golpeé la mohosa argolla que giraba dentro del puño de bronce y la chillona voz de Konrad Tarstein respondió desde algún indefinido lugar, detrás de la desvencijada puerta. – ¿ Si? – Soy Kurt Von Sübermann – me presenté, hablando en dirección a la diminuta mirilla donde los huidizos ojillos del Gran Iniciado verificaban mi identidad. Se abrió la puerta y la figura rechoncha y pequeña de Konrad Tarstein apareció, con la mano cortésmente extendida para saludarme. – Kurt, Rudolph, me alegro de verlos – dijo, rompiendo el Ritual. – Pasen: los estábamos esperando.
Corría el mes de Enero de 1939. El año nuevo lo pasamos en alta mar, con Von Grossen y otros Camaradas. Pensé en ellos mientras Tarstein me guiaba hacia una estancia en la que nunca había entrado, situada en la planta alta. Pensé en ellos y recordé las noticias que traía: a mi juicio, la expedición de Ernst Schaeffer había fracasado en su propósito de sellar el pacto entre las“ fuerzas sanas de Alemania” y la Fraternidad Blanca de Chang Shambalá. Si no me equivocaba, la Puerta de Shambalá se había cerrado antes de llegar a ningún acuerdo, y, por consiguiente, la destrucción del Tercer Reich y la instauración universal de la Sinarquía no estaban aseguradas para el Enemigo. Corría Enero de 1939 y la Segunda Guerra Mundial empezaría en Septiembre de ese año. En derredor de una extraña mesa con forma de media luna, se sentaban 16 Iniciados de la Orden Negra. Aparte de Tarstein y Rudolph Hess, sólo reconocí a cuatro más como altas personalidades del Tercer Reich: los diez restantes eran hasta entonces completamente desconocidos para mí. Todos vestían de civil, pero supuse que varios serían militares, aunque otros debían ser indudablemente ciudadanos, especialmente el asiático cuya presencia me llenó de asombro.
Fui presentado por Tarstein, y los Iniciados me saludaron amablemente, pero no dieron sus nombres en ningún momento. Por el contrario, se identificaron con seudónimos tales como Aquilae, Leo, Serpens, Draconis, Corvus, Pavo, Cycnus, etc. El asiático dijo llamarse Ave Fénix.
Me invitaron a sentarme frente a ellos, en un sillón ubicado en la parte convexa de la media luna.
– Y bien, Lupus ¿ qué ocurrió con la Operación Altwesten de Ernst Schaeffer y con los hombres que perdió la Operación Clave Primera? – preguntó Tarstein, bautizándome de ese modo.
– Todos muertos o desaparecidos – afirmé –. Tanto los integrantes de la Operación Altwesten como los nuestros. Pero permítanme, Caballeros, que les relate paso a paso los hechos sucedidos desde que partí de Alemania.
Nadie se inmutó cuando adelanté la suerte corrida por los ausentes. Ni durante las horas siguientes, empleadas en la narración, en la que me esmeré por brindar los principales detalles y presentar la información lo más objetiva posible. Tarstein amenizó la extensa velada con dos rondas de café, la última acompañada de exquisitas confituras. Y casi no fui interrumpido, salvo para solicitar alguna aclaración concreta. Como comprendería luego, aquellos hombres no necesitaban preguntar nada pues eran todos extraordinarios clarividentes; poseían lo que denominaban en la Thulegesellschaft: Facultad de Anamnesia, vale decir, un poder propio de los Iniciados Hiperbóreos que les permitía explorar los Registros Culturales Akashicos.
Desde allí, desde la Gregorstrasse 239, ellos habían visto cuanto Yo les relatara de nuestras aventuras en el Asia.
– No lo tome a mal, estimado Lupus, – dijo Tarstein al fin – pero le vamos a rogar que aguarde abajo. Debemos sostener un Consejo.
Una hora más duró la deliberación, hasta que fui convocado nuevamente. Konrad Tarstein abrió el diálogo:
513